Antonio López Ortega, venezolano de 66 años, cuya familia procede de la isla de La Palma, vive ahora, enseñando, escribiendo ensayo y prosa, en Tenerife, y acaba de volver de Venezuela, a la que dedica una novela singular, de cerca de ochocientas páginas (Los oyentes, Pre-Textos). En Canarias también ha presentado esta novela que sigue a otras (Ajena, Preámbulo, asimismo en Pre-Textos). Ensayista, dedica gran parte de su tiempo literario, también, al trabajo de otros colegas de su país, como Rafael Cadenas, el premio Cervantes que lo tiene como uno de sus más destacados exégetas.
Esta novela, Los oyentes, es una inmensa visita a una época en que la Venezuela de su generación tenía la música como su obsesión y su meta, de la época, por ejemplo, en que despertaban Los Beatles. Con la paciencia de un orfebre que ha hecho de su autobiografía musical un homenaje a su tiempo, Ortega se ha ocupado, minuciosamente, de narrar, música por música, todo lo que pasaba en un territorio que fue refugio de exiliados de la Europa rota a la que también pertenecía España. La entrevista se realizó por correo electrónico.
P. Ha regresado a la música para narrar su país, Venezuela. ¿Qué ha supuesto, en medio de la crisis que venezolanos como usted tienen con la madre patria, este regreso a lo más placentero de los recuerdos?
R. Siento que la música no ha regresado porque siempre estuvo allí. Si la evoco es para reconocer un período en el que nos animaba y deslumbraba, por encima de cualquier otra disciplina artística. Los años 60 y 70, sobre todo, trajeron una innovación nunca vista, que fue la irrupción del rock progresivo: una llama que se encumbró muy alta para luego desaparecer muy rápidamente. Sobre esto, justamente, quise escribir: sobre un momento que también nos elevaba para descubrir sentimientos que no son tan perceptibles en la adolescencia, como la belleza o el amor. En todo momento, en el transcurso de la escritura, siempre quise pensar en el pasado, que no en el presente. Ante el país malogrado y sometido a una cleptocracia, es bueno recordar los años en que Venezuela no cesaba de acoger al exilio posterior a la Segunda Guerra o a la oleada intelectual que huía de las dictaduras militares.
P. Este es un libro que, además de un recorrido por las músicas de su tiempo y el de sus compañeros, retrata episodios muy concretos de amistad. ¿Cómo se desarrolló esa relación? ¿Qué los unía aparte de la música?
R. La amistad entre compañeros, o más propiamente el compañerismo, viene a ser la columna vertebral de la trama, pero es que en la adolescencia se dan esos primeros pasos de la sociabilidad, llámese intimidad o reconocimiento. Esto es aún más hondo cuando se trata de compañeros y compañeras. Estoy convencido de que en esos años las relaciones entre amigos se hicieron más hondas, más transparentes o entrañables. Los prejuicios caían, los complejos se esfumaban. Toda la onda hippie, por ejemplo, revolucionó la relación entre jóvenes: conceptos como paz o amor antecedían cualquier intercambio. La novela, ciertamente, es un homenaje a la amistad, y la música viene a ser como el engrudo que los anuda emocionalmente.
La novela, ciertamente, es un homenaje a la amistad, y la música viene a ser como el engrudo que los anuda emocionalmente”
P. Es un libro sobre las consecuencias de la amistad. ¿Le devolvió sosiego, le reavivó recuerdos?
R. La escritura tuvo mucho que ver con el alud de recuerdos, que no cesaba, y luego con un esfuerzo de ordenamiento, que buscaba asociarlos con cada uno de los personajes. Me recuerdo estar anotando todo el tiempo recuerdos e imágenes que debían plasmarse en el cuerpo de la novela. Todos me parecían importantes y significativos. Si no los incluía, sentía que estaba amputando algún órgano del cuerpo. Como los personajes principales eran unos doce, la novela crecía sin parar: no podía prescindir de secuencias que me parecían esenciales.
P. Es imposible leer este libro sin pensar en los episodios actuales de su país. ¿Pudo abstraerse? ¿De qué modo esta Venezuela de hoy se ha colado en su descripción del alma de la Venezuela en la que usted y sus amigos eran tan felices?
R. Creo que esta novela no tiene que ver con la Venezuela de hoy. De hecho, se detiene en tiempos anteriores a la debacle. Mi interés siempre fue el pasado, como las tres últimas décadas del siglo XX, y no el presente. Se me hacía imperativo evocar un tiempo muy contrario al actual, para que el lector, sobre todo joven, pudiese notar el contraste. Yo nací en 1957, con el auge de la democracia, y en mi infancia lo que veía era un progreso permanente: mis ojos de niño se asombraban ante las autopistas, los aeropuertos, los puentes kilométricos sobre ríos infranqueables, las universidades públicas, las represas energéticas, los centros comerciales… Cuando pienso en un joven venezolano de veinte años, que sobre todo ha visto pérdida y desolación, me ilusiona la idea de que pudiese ver otros períodos históricos, en los que el país crecía en concordia y con hambre de futuro.
P. Esta novela, si la debemos llamar así, sucede en un tiempo concreto, que está narrado minuciosamente. ¿Cómo alcanzó esta paciencia que se nota en cada página?
R. Siento que la novela comenzó a ser escrita mucho antes de octubre de 2019, cuando plasmé en un cuadernillo la primera frase: “mi vida cambia en este momento”. Yo la venía cosechando desde mucho antes, pero no me atrevía a zambullirme. La escribía en el aire, en el alma, en la piel, en una servilleta, pero sin avanzar. Todo lo que tenía represado finalmente salió como una sinuosa corriente de agua. De manera que lo que llamas paciencia era el reflejo de una escritura que ya venía muy procesada. Mientras ya escribía el manuscrito como tal, me asombraba ver cómo surgían las palabras: como si ya estuviesen escritas de antemano.
P. Es un homenaje de gratitud. ¿Algo quedó fuera, algo que fuera grave o insólito, que no se atrevió a contar?
R. Lo grave o insólito ha podido ocurrir después de lo que narra la novela, es decir, el presente de hoy, pero como ya he dicho no me interesaba llegar hasta allí. Los personajes tienen accidentes, experimentan frustraciones, pasan por decepciones amorosas, abandonan el país, incluso algunos mueren, pero todo bajo circunstancias justificables… Los conflictos que padecen son los propios de la trama, y no los que hubiesen ocurrido si el relato se extiende más allá de lo necesario.
P. ¿Cómo han seguido las relaciones con aquellos amigos? ¿Se ha reencontrado con ellos? ¿Saben de su libro?
R. Me gusta tratar a los personajes como tales, esto es, como seres de ficción, aunque ciertamente algunos tengan rasgos que responden a personas reales. Cuando esbozo un personaje sobre alguien que he conocido, tiendo a tomar elementos que me interesan y a desechar otros. En el caso de Carlucho o Alvarito, por ejemplo, dos de los que son más cercanos, a veces los pongo a hacer travesuras que nunca hicieron o a profundizar gestos que no eran comunes. La literatura, al final, se impone sobre la realidad o el recuerdo. En todo caso, puedo entender que algunos se sientan retratados o agradecer que otros no se molesten por ponerlos a hacer peripecias que son de mi exclusiva invención. Muchos de mis amigos de adolescencia se pasean por este libro, muchos también fueron tan melómanos como yo, y muchos lo están comprando o leyendo para refrescar recuerdos o hazañas que hemos olvidado.
La Caracas que se muestra en la novela es la que va de los años 70 a los 90, esto es, del esplendor al ocaso… Yo diría que sigue siendo una ciudad capaz de renovarse, más allá de los maltratos que recibe”
P. La música, la ciudad, la vida, era enormemente cosmopolita, por lo que se deduce de la narración. ¿Eso es ya un recuerdo en Caracas?
R. En sus cuatro siglos y medio, Caracas ha sido una ciudad de resistencia. Ha soportado terremotos, epidemias, cinturones de pobreza, altos niveles de delincuencia, pésimos servicios públicos, pero a la vez no pierde su altivez, su nobleza, un verdor que parece de tapiz eterno, un valle por donde corren los vientos del este, todas las colinas que la cercan. Hacia mediados del siglo XX, próxima a su cuatricentenario, se hizo muy moderna y cosmopolita. La que se muestra en la novela, en todo caso, es la que va de los años 70 a los 90, esto es, del esplendor al ocaso… Yo diría que sigue siendo una ciudad capaz de renovarse, más allá de los maltratos que recibe. Tiene una fuerza natural que termina por imponerse. Después de las lluvias torrenciales, todo escampa. Me parece que el cerro Ávila, que la cobija, la protege de males mayores.
P. ¿Fue sólo la política lo que cambió el ánimo del país y de la ciudad?
R. Fueron varios factores. En los últimos años de democracia, por ejemplo, la pobreza social creció de manera impúdica; esto nunca ha debido suceder. También a las instituciones estatales competentes les faltó fuelle para castigar la creciente corrupción. Los partidos políticos no supieron regenerarse; servicios públicos como los sanitarios y educativos se malograron fatalmente. Todo esto fue insuflando el zarpazo militar, que finalmente llegó en 1992. Todos creíamos que el militarismo era un fantasma bien enterrado, pero bastaba revisar la historia de los últimos dos siglos para darnos cuenta de que sólo contábamos con cuarenta años de democracia. En lo que va de siglo, vivimos en una dictadura embozada.
P. Es un libro de gratitud y de memoria. ¿Y de herida? ¿Y de olvido?
R. Es un libro que quiso narrar un período muy distinto al actual. También en Preámbulo, mi novela anterior de 2021, retrocedí a los años 30 o 40 del siglo anterior, tras huellas familiares de mis antepasados. Muchas veces los mejores espejos para entender nuestro padecimiento podrían estar en otros períodos. En Los Oyentes he reunido a unos jóvenes que valoraban su tiempo y abrazaban el futuro como una conquista propia. Crecen con entusiasmo y además se hacen adictos a la música de su tiempo. Me interesa verlos crecer entre logros y padecimientos, pero sobre todo espero que sean los lectores jóvenes los que sigan sus pasos y puedan reconocer un tiempo distinto al que les ha tocado.
P. La literatura, se dijo en su presentación en Tenerife, es como la libertad de los pájaros. ¿Ha sentido esa libertad escribiendo? ¿Y la melancolía?
R. La novela la escribí a buen ritmo y con relativa serenidad. Durante dos años me levantaba de madrugada y escribía todo lo que podía en una jornada. Por toda la documentación y anotaciones que había atesorado durante mucho tiempo, yo sentía que la novela la tenía pre-escrita. Eso me permitió gozar de una serenidad poco común. A veces la escritura, al decir del poeta Juan Sánchez Peláez, es una “angustiosa cosecha”, pero en este caso debo reconocer que la escritura fue un deleite. Ver crecer a todos estos personajes, llevarlos de la mano, consentirlos o extrañarlos, fue una experiencia única, difícil de replicar.
P. También se evocó, como un hecho que no se debe olvidar, la vocación poética venezolana. ¿De dónde viene, cómo se produce ahora?
R. La poesía es el género mayor de la literatura venezolana: esta convicción de críticos y lectores es cada día más fuerte. Tan sólo en el siglo XX podríamos mencionar a José Antonio Ramos Sucre, Enriqueta Arvelo Larriva, Fernando Paz Castillo, Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez, Luz Machado, Rafael Cadenas, Eugenio Montejo, Igor Barreto y Yolanda Pantin. Pero esta tradición se expande hasta nuestros días, con poetas que a los veinte años escriben con la madurez de uno de cuarenta. El vigor de nuestra poesía, por supuesto, ha contagiado a todos los otros géneros, por lo que es fácil deducir que nuestra prosa narrativa sea elegante y muy cuidada: bastaría leer a novelistas como Teresa de la Parra, Rómulo Gallegos, Guillermo Meneses, Gustavo Díaz Solís, Salvador Garmendia, Adriano González León, Elisa Lerner, José Balza, Victoria de Stefano o Ednodio Quintero para reconocer ese linaje. Hoy en día la producción poética del país se hace adentro y afuera: es una especie de red que crece sin parar y que muestra una calidad sin precedentes.
P. Hay una saludable lentitud en la escritura de este libro. Viniendo de un país que en los últimos años ha sido tan eléctrico, ¿de dónde saca la energía de la lentitud?
R. No sé si la lentitud venga del hecho de haberlo escrito fuera del país, y más exactamente en las islas Canarias, aunque mis libros anteriores, entre 2011 y 2017, los escribí en la isla de Margarita. El síndrome insular me persigue en los últimos años. Más que lentitud, la novela la escribía como un goce. Sentía que visitaba a unos amigos, que conversaba con ellos, que me reía, que me comentaban sus confidencias. Más dificultad sentía con las amigas, que me exigían mayor comprensión. Construirlas narrativamente fue todo un desafío, pero al final logré que me confiaran sus secretos, sus interioridades. Ese fue uno de los desafíos mayores… En líneas generales, la lentitud venía de ellos, de los personajes, pues sólo ellos aceleraban o enlentecían los acontecimientos. Yo sólo quise ser fiel a sus dictados.