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Elizabeth Taylor: brillar y sufrir con la misma intensidad

Elizabeth Taylor siempre fue admirada por su belleza, una condición que marcó su personalidad desde muy pequeña y que propició su temprano ingreso en el universo de Hollywood. Nacida en Londres en 1932, el temor por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial llevó a su familia a Los Ángeles, donde la pequeña Liz encontró el camino hacia la gloria. Todavía no había cumplido los diez años y la gente la paraban por la calle para admirar sus oscuros rizos, su cara simétrica y sus ojos color violeta. “Decían que se parecía a Vivien Leigh, la protagonista del arrollador éxito de 1939 Lo que el viento se llevó, y que debiera haber hecho una prueba para el papel de hija de Vivien”, relata la periodista Kate Andersen Brower, autora de la primera biografía autorizada de la actriz, un volumen que se nutre del diario de la propia intérprete, cartas inéditas y numerosas entrevistas con sus amigos y familiares con el fin de profundizar en la compleja vida de uno de los más grandes iconos del siglo XX.

Impulsiva, caprichosa, inteligente, enamoradiza, perseverante y con una especial sensibilidad para conectar con el dolor ajeno, a Elizabeth Taylor “no le era posible recordar una época en su vida en la que no hubiera sido famosa”, lo que acarreó una extensa lista de desgracias. La primera, los golpes de su padre, un marchante de arte que no soportaba que su hija ganara más dinero que él. “Sé que cuando me hacía eso estaba borracho y no quería hacerlo”. Después le sobrevinieron las patadas de Nicky Hilton, el primero de sus siete maridos, que también tenía problemas con el alcohol. Aquel episodio, que se produjo durante la luna de miel de la pareja y sin que ella supiese que estaba embarazada, le provocó un aborto. Ocho meses después de la boda llegaría el divorcio y el eterno calvario de Elizabeth Taylor por encontrar el amor de su vida. Tenía diecinueve años y más de una docena de películas a sus espaldas.

El actor británico Michael Wilding fue su segundo esposo, con quien tuvo dos hijos, Michael y Christopher, y a quien engañó con Frank Sinatra. Aunque las discusiones con Wilding no llegaron a las manos, la actriz consideraba que la diferencia de edad entre ambos –se llevaban veinte años– fue lo que acabó separándolos irremediablemente. La cuestión es que su tercer marido, el productor Michael Todd, con quien tuvo a su hija Liza, tenía 23 años más que ella. La repentina muerte de Todd en un accidente aéreo en 1958 sumió a Taylor en una profunda tristeza y echó por tierra la celebración de los éxitos que había cosechado con películas como El árbol de la vida, Gigante y La gata sobre el tejado de zinc. “Cuando se estrelló el avión, yo me estrellé con él”, llegó a decir. La desgracia en lo personal parecía perseguirla al tiempo que la fortuna en lo profesional le sonreía como nunca.

Encontró consuelo en los brazos del cantante Eddie Fisher, que se convertiría en su cuarto esposo. Fisher, íntimo amigo de Todd, estaba casado con la actriz Debbie Reynolds, que ejerció de dama de honor en la boda entre Taylor y el difunto productor, por lo que el romance surgido entre ambos llegó a convertirse en algo parecido a un asunto de estado. El escándalo dividió al país –y al mundo– entre los que estaban a favor de la nueva relación y los que consideraban a Taylor como una amiga traicionera y destructora de hogares (debe tenerse en cuenta la mentalidad puritana y machista imperante en la Norteamérica de Eisenhower de la década de los 50).

Pero, como ocurre con las manchas de la mora, llegó otra verde llamada Richard Burton, su partenaire en Cleopatra, película con la que Taylor se convirtió en la autora de la mayor reivindicación feminista de la industria del cine. Exigió cobrar un millón de dólares, salario que ni siquiera sus compañeros masculinos habían logrado por entonces, y la Fox se lo concedió. Al poco de iniciar el rodaje en Londres, cayó enferma por meningitis y neumonía. Se llegó a temer por su vida, pero pudo recuperarse tras una traqueotomía, intervención que le dejó una notable cicatriz en el cuello. Cuando el romance entre Liz como Burton salió a la luz, ambos seguían casados, lo que convirtió a la pareja en centro de atención de todas las miradas.

La suya fue una turbulenta historia de amor, pasión, joyas –que él le regalaba a ella– y autodestrucción alcohólica. Se casarón y divorciaron en dos ocasiones, alimentando el crecimiento del circo mediático a su alrededor a niveles desconocidos (también porque trabajaron juntos en once películas). «Amo a Richard con todas las fibras de mi alma, pero no podemos estar juntos», confesaría tras la separación. Elizabeth Taylor logró dos Óscar por sus interpretaciones en Una mujer marcada y ¿Quién teme a Virginia Woolf?, y volvió a casarse –y divorciarse– en otras dos ocasiones, con el político John Warner y con el constructor Larry Fortensky, al que conoció en una clínica de desintoxicación.

Los últimos años de su vida los dedicó a nobles causas. Durante su carrera había compartido confidencias con Montgomery Clift, Rock Hudson y James Dean, quienes habían ocultado dolorosamente su homosexualidad para evitar la inquisidora mirada de la sociedad. Tras el fallecimiento de Hudson en 1985, la actriz se implicó decididamente en la lucha contra el sida y en la defensa de los derechos LGTBI. Su intensa labor humanitaria, gracias a la cual consiguió recaudar millones de dólares, le hizo merecedora de un Oscar honorífico en 1993, entre otros reconocimientos. Falleció en 2011 a los 79 años, dejando atrás un irrepetible legado artístico y humano. Sabía que la suya había sido “una vida extraordinaria”. Una vida que vivió sin miedo a ser ella misma. A día de hoy, ni siquiera la inteligencia artificial es capaz de calcular cuántas actualizaciones de Instagram harán falta hasta dar con una influencer de la talla de ‘la Taylor’.

Elizabeth Taylor. La fuerza y el glamour de un icono

Autora: Kate Andersen Brower

Traducción: Joan Andreano Weyland

Editorial: Libros Cúpula

Precio: 22,95 euros



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