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La vida extraordinaria de Jorge Semprún

La última vez que vi a Jorge Semprún fue para hablar de su autobiografía, que era como un enorme baúl extraordinario, del que salían y salían historias que a otro lo hubieran matado de susto o de cobardía. En esa ocasión se trataba de que, en su casa del centro de París, cerca del restaurante donde siempre llevaba a almorzar a sus amigos, hablara de Santiago Carrillo, a ver si de una vez explicaba qué pasó entre ellos, cómo se construyó y se rompió su tiempo en común.

Él estuvo sincero, pero esquivo, y el periodista tomó notas de todo lo que dijera, porque era quizá la primera vez que él sintió que debía hablar sin tapujos de aquel amigo que fue su jefe y finalmente resultó parte de un pasado del que no renegó, pero del que escapó como alma que lleva el diablo. “¿Culpables? Yo tengo mi idea, y creo que él no tenía la razón”.

Al final de la conversación se hizo tiempo de almorzar. El fotógrafo Daniel Mordzinski bajó con él a la habitación donde tenía su ropa de salir, y donde dormía, y aprovechó para pedirle que se echara en la cama, como si se hiciera el muerto, a Mordzinski le gustan esas poses. Daniel volvió contento de la pose y de la fotografía, y allí esperamos a Jorge, a que subiera para salir a la calle, hacía frío.

Era como si Semprún, que también tenía tanto de actor, escenificara su propia muerte. El azar de los huesos y de la carne y de la vida convirtieron tiempo después (más de un año después de la entrevista, y de la pose), cuando murió Semprún, el 7 de junio de 2011, en una premonición de cuyo origen y posibilidad tuvimos noticia en cuanto el autor de La escritura y la vida volvió de su cuarto, vestido para salir, con aquel suéter de cuello alto, de color negro, que tan bien se llevaba con su pelo airoso pero de nieve. En ese momento en la cara del hombre había la declaración amarga del estupor. Dijo: “Es imposible. No puedo. No puedo salir ni nada”.

Miré las manchas de sus manos, el estupor en su rostro, sus ojos acobardados por el dolor. Advertí, en la elegancia con la que se había preparado para ir a la calle y el instante en que se declaró inútil para dar un paso, el derrumbamiento del hombre, su tristeza. Los huesos, la carne, la mirada, todo iba diciendo adiós, y él ya no pudo más, ni habló. Y nos fuimos lentamente, como si él se fuera con nosotros quedándose.

Hombre de leyenda

Este hombre de leyenda enfermó ya más gravemente y poco a poco se fue apagando su vida extraordinaria. Pero se mantuvo firme, con vida y entusiasmo, para conmemorar, tiempo más tarde, el fin del cautiverio en Buchenwald, adonde fue a despedirse, el 11 de abril de 2010, del episodio más grave de su vida, el cautiverio en el campo de concentración nazi.

Dejó atrás un legado inmenso, de valentía y de controversia, que ahora protagoniza, por ejemplo, un extraordinario libro que acaba de publicar Tusquets, su editorial española, con el título Destino y memoria. Cien años de Jorge Semprúncuya edición se debe a Mayka Lahoz. Ahí aparece Semprún, en la portada, entre muchacho y adulto, mirando a la nada, acomodado en una silla de madera, su pelo blanco, aquel suéter de cuello alto, su boca cerrada y sin risa.

Era un hombre que reía, y era también ceñudo y misterioso, un agente secreto del comunismo de la posguerra mundial

Era un hombre que reía, y era también ceñudo y misterioso, un agente secreto del comunismo de la posguerra mundial, un clandestino en su país, España, un presidiario en Buchenwald, un guionista, un escritor, un disidente del comunismo más brutal, un polemista, un amigo de unos pocos amigos (de Yves Montand y Fernando Claudín a Javier Pradera y Beatriz de Moura y Toni López, sus inolvidables editores) que lo quisieron con el respeto que se debe a los héroes, y también a los incomprendido héroes.

Después de aquel encuentro en París, cuando parecía que Semprún ya diría adiós a aquella existencia de combatiente, el 11 de abril de 2010, a los 65 años del fin de la tragedia que fue el campo de concentración de Buchenwald, pronunció su último discurso. Había llegado, apoyado por el bastón que aliviaba su dolor, ante la expectación de los que eran supervivientes como él a celebrar aquella jornada en que un jeep del ejército alemán, “hacia las cinco de la tarde”, se presentó a la entrada de aquel campo de concentración para anunciar, ante el júbilo de los prisioneros, que aquella guerra había terminado.

Vida y tragedia

Él contó allí mismo, otra vez, ese júbilo, en medio del mediodía helado. Luego celebraría con sus antiguos compañeros de cautiverio el hecho cierto de que la vida les deparó aquella tragedia, pero que el tiempo les había dado ocasión, aún, para el último brindis. Sería con vino, español quizá.

Fue la última vez que lo vi reír. Antes había estallado ante la audiencia helada, y atenta, sobrecogida, en estas palabras: “Por última vez, el 11 de abril, ni resignado a morir ni angustiado por la muerte, sino furioso, extraordinariamente irritado por la idea de que pronto ya no estaré aquí, en medio de la belleza del mundo o, por el contrario, en su grisácea insipidez –que en este caso concreto son la misma cosa—, por última vez, diré lo que tenga que decir”.

Clandestino en su país, parisino de alma y de corazón netamente español, aceptó ser ministro de Cultura en el país donde nació

Ese fue el momento culminante de su vida pública, potente su voz aun frente a las ruinas de la mala inteligencia del mundo que combatió, el imperialismo nazi, la maldad humana. Exiliado de España, escritor de su propias derrotas o aventuras civiles (La escritora o la vida, El largo viaje, Federico Sánchez se despide de ustedes), clandestino en su país, parisino de alma y de corazón netamente español, aceptó ser ministro de Cultura en el país donde nació, paseó por estas calles de Madrid para reconciliarse con aquellas paredes en las que vivió huyendo de Franco y de la policía, se reencontró con la amistad comunista (Ángel González, Javier Pradera, Juan García Hortelano), vivió su disidencia, acompañado de Fernando Claudín, y fue español y francés a la vez aunque, en el dolor y en aquel escenario desolado de Buchwnwald, su giro fue español, como su alma, o como aquel momento en que, volviendo de su cuarto, y de su padecimiento, nos dijo a Mordzinski y a este periodista que ya no podía más, ya se habían acabado, con aquel dolor, sus ganas de andar.

Pero meses después, aquel 11 de abril de 2010, Jorge Semprún apareció, pálido pero risueño, en la salida del aeropuerto de Berlín para reencontrarse con los amigos que fueron sus compañeros de estupor en el campo de concentración. Éstos le preguntaban si se acordaba de ellos. Se sabía los nombres, los iba saludando minuciosamente, al que venía de Sevilla, al que seguía viviendo en Murcia, a un albañil de Pola de Siero; se sabían sus números de presos, y él se conocía también de memoria la identificación que muchos de ellos llevaban como un peso en la memoria que había nacido en una Europa sin piedad.

“Es emocionante”, me dijo Semprún, “estar aquí… Aunque no sé si de aquí me voy más joven o más viejo, viendo a los que conmigo sobrevivieron”. Le pregunté si, como propone su título más famoso, había que elegir entre la memoria y la vida, y él me dijo, siempre con aquellos ojos que, a esa altura de su experiencia y de su viaje, parecían llorosos como los de un niño perdido: “Escribir es quedarse en la memoria de la muerte”. Y luego, como si recibiera el impulso de un resorte castellano, radicalmente madrileño, aquel Semprún que parecía hecho de historia y de lucha o de renuncias, me dijo alzando la voz, y riendo luego a carcajadas: “Ahora, ¡que me quiten lo bailado!”.



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