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De Palestina a Sant Cugat: “Quería estar en los Juegos Olímpicos, pero pensaba que mis sueños no eran reales”

El agua no le llamaba la atención. Pese a que su madre amaba la natación, Sabine Hazboun quería ser gimnasta. Ya de pequeña hacía el pino puente y se postulaba ante sus padres como la próxima gimnasta palestina que disputaría unos Juegos Olímpicos. Pero, como sabemos, los niños cambian mucho de profesiones y, tras probar la esgrima y el baloncesto, se zambulló en la piscina con seis años y ya no salió de allí.

En Belén, en plena guerra, no había piscina olímpica y tenía que entrenar en la del hotel más próximo. Al poco se convirtió en una forma de vida, pero los obstáculos y adversidades de una Palestina en guerra hizo que se quedara sin piscina en la que entrenar con 13 años. Ella, sin embargo, no quería abandonar y se reinventó para mantener la forma: hacía tiradas desde su casa hasta el muro de separación. Una distancia de dos quilómetros que recorrió sin parar cada día a las 5 de la mañana hasta que el CAR de Sant Cugat se topó con ella.

“Crecí en una familia que me dijo: ‘si quieres, puedes'”, reivindica Hazboun ante los prejuicios. Convivió de pequeña con una falta de derechos como persona, más allá que como mujer, y pone el foco en la falta de instalaciones, derechos y oportunidades contra las que tuvo que luchar para poder acceder a sus sueños: competir en unos Juegos Olímpicos.

El doble de esfuerzo

Sabía adónde quería llegar, pero el mundo que la rodeaba iba rasgando cada vez más ese optimismo. “Mis sueños no van a ser reales. Ahora sé que tuve una depresión. Veía a través de Facebook cómo entrenaban otras rivales en EEUU, España…. Pensaba: ‘ojalá tuviese eso’. Más adelante, en mi vida, esos momentos me ayudaron, ya que, cuando no podía más físicamente, me acordaba de cuando ni tan siquiera podía entrenar para seguir adelante. Para conseguir algo pequeño tenía que hacer el doble de esfuerzo que otros, que los chicos y que los europeos”, rememora

Sabine Hazboun durante una charla organizada por Diplocat y la Fundación del Barça. FC Barcelona


Esas barreras no pudieron con su cabezonería y tenacidad y mantuvo su objetivo hasta que llegó su oportunidad. “Me acordaré siempre, como si fuera ayer. Era febrero de 2011 y el CAR de Sant Cugat visitaba la ciudad en un proyecto para mejorar el deporte en la zona. Fueron al club donde trabajaba mi padre, que resulta que era el rival del que yo formaba parte. Me llamaron para que fuera y me reuní con ellas. No sabía qué era y me dijeron: ‘¿Te gustaría irte a entrenar con Mireia Belmonte?'”, explica con una sonrisa en la cara. Aceptó enseguida, ella y su padre, que confió desde un principio en que su hija podría cumplir todos sus sueños.

Cambio de vida

Salió de la “burbuja” y se mudó a Barcelona, donde empezó a entrenar de manera progresiva para volver a coger el ritmo. Y ya no hubo quien la parase. Pese a no hablar “ni una palabra” de catalán y castellano, se sentía genial en su nueva casa. Podía entrenar en instalaciones con las que ni ella misma había soñado y se recordaba cada día su plan para llegar a los Juegos.

Donde primero compitió fue en los Mundiales de Natación del 2008, en Manchester, pero su sueño de niña se hizo realidad en el 2012, en los Juegos de Londres, donde se convirtió en nadadora olímpica.

La experiencia fue excepcional a la par que demoledora. “Sentía que tenía la presión de representar a todas las mujeres, no solo de Palestina sino de todo el mundo. Sufrí mucho estrés y caí en una depresión tras los juegos, una cosa que sucede mucho y de lo que no se habla”, confiesa. A partir de ahí se desentendió de la piscina, la repudió. Hizo la carrera de traducción e interpretación y quiso reorientar su vida, pese a que había algo que la mantenía ligada al deporte. Unos años más tarde supo por qué.

En 2015 se dio cuenta de que estaba negando una parte de ella, manteniéndose alejada del deporte y, a través de una beca, entró en el COI. Tras siete años, ahora es la responsable del programa de la Fundación Olímpica para los Refugiados. “Me faltaba la parte humana y la encontré en la Fundación. Aquí siento que todas mis partes encajan”, confiesa. Lidera un proyecto con muchas vertientes, que busca dar cobijo a todos los deportistas que se han visto afectados por un desplazamiento. “Hay ocho programas activos en ocho países. Para mí nunca es suficiente, siempre quiero más”.



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