Alemania intimida etimológicamente hablando. Un país consonántico y rotundo al que le falta algo de cintura, un poco de swing para engrasar esa contundencia. Y un idioma que esconde palabras maravillosamente concebidas de las que adolece en el castellano. Siendo la nuestra una lengua rica en vocablos.
Carlota y la Puerta de Tannhaüser
Lo del alemán lo sé, no se crean, por mi hermana pequeña, Carlota, a la que el alemán, junto a otra serie de variables insospechadas, ha llevado a vivir a una playa de Costa Rica donde ha convertido el surf y el yoga en su modo de vida. Antes de eso vivió en Portugal, Austria, Alemania, India… Pero les contaba que mi hermana, que estudió Filología y Traducción de alemán, me abrió las puertas a este idioma, del que yo tenía pocas referencias más allá de la Bundesliga o la Puerta de Tannhaüser. Ya saben ustedes, aquello de Blade Runner: “He visto cosas que vosotros no creeríais. Naves de ataque en llamas más allá del hombro de Orión. He visto brillar rayos-C en la oscuridad, cerca de la Puerta de Tannhäuser…”.
El asunto es que el alemán, el idioma, en contra de lo que se cree tiene una gramática ordenada e inteligible, ya que cuenta con declinaciones que reglan su funcionamiento. Gente ordenada, idioma ordenado. Así que, mirando a los españoles, uno entiende el carajal que supone para un guiri aprender el español. El alemán, descubrí entonces, esconde tesoros. Palabras, expresiones, casi ideogramas. Hay uno que siempre me ha fascinado, dado mi acusado síndrome de Estocolmo. El ‘palabro’ en cuestión es ‘ZUGZWANG’. El término literalmente se traduce por “obligación de mover” y el ajedrez lo adoptó para referirse a una posición que se produce cuando estás obligado a mover aún sabiendo que cualquier movimiento que hagas empeorará tu situación. Término, habrán deducido ustedes, perfectamente extrapolable a la vida de cualquiera de los mortales especialmente si vienen mal dadas. Cada decisión que tomas empeora la cosa. No me digan que nunca se han sentido en Zugzwang… Yo he pasado años instalado en esa posición. Es casi mejor que te den jaque mate.
Otra palabra que me fascina es ‘WANDERLUST’. Es un término alemán formado por los vocablos ‘wandem’, que significa andar o caminar y ‘lust’, sinónimo de pasión. Y sumando uno más uno, porque los alemanes son gente seria, se obtiene “pasión por andar”. Y si elevamos un poco el tiro, pasión por viajar. Se habla incluso del ‘síndrome wanderlust’, como esa necesidad imperiosa que sientes de coger la maleta y salir corriendo. Cuentan que vale un paseo por un pueblo desconocido de una provincia colindante o subirte a un tren en Nüremberg y marcharte a un Berlín veraniego lleno de gente que a buen seguro acusa este síndrome.
DRD4-7r, el gen del viajero
Como además de lector insufrible soy periodista, voy a citar, aunque sea una costumbre en desuso. Leí en la revista ‘Traveller’ la referencia a un artículo de ‘Evolution and Human Behavoir’ en el que se afirmaba que el 20% de la población tiene altos niveles de DRD4-7r. ¿Y qué es eso?, preguntarán ustedes. Pues ni más ni menos que un receptor de dopamina al que han bautizado como ‘el gen del viajero’ porque regula el nivel de curiosidad y las ganas de salir a explorar. También leí, en otro lado que no recuerdo, que las ganas de viajar se entrenan. Es decir, cuanto más viajas, más adictivo es y más te pide el cuerpo coger la maleta y salir corriendo. Algo que me preocupa, porque tras un mes dando vueltas por Alemania, la playa de Roche, con marea alta, se me va a quedar pequeña.
Les he hablado estos días de la comida que hemos disfrutado por aquí, desde schnitzel a salchichas alemanas, en cualquiera de sus manifestaciones y tamaños, o el codillo. Pero déjenme confesar mi mayor manjar en este mes en suelo teutón. El otro día en Múnich me tiré junto a un árbol con el ordenador a escribir en Frauenplatz, en la fuente frente a las torres de Nuestra Señora. Me enredé y pasó el tiempo tan rápido que se me hizo tarde para comer. Bien pasadas las cuatro de la tarde me levanté porque el viento anunciaba tormenta y bajé por Kaufingerstrasse hasta Marienplatz. En la esquina de la plaza, ante el imponente Ayuntamiento de la ciudad, descubrí un puesto de fruta que regentaba Frida, una señora de ojos azules y 60 inviernos de imponente belleza rural. Miré con hambre las frutas, todas de aspecto delicioso, y ella, que me vio perdido, me hizo un gesto cómplice señalando unas cerezas que parecían pintadas al óleo. Nunca le podré estar suficientemente agradecido a Frida.
Enfilé Roserstrasse abajo con mi cartucho de cerezas camino de Sendlinger, una majestuosa puerta de ladrillo rojo del siglo XIV. Poco me importó mancharme los dedos con ellas. Y menos que comenzase a llover primero y diluviar después. Durante ese rato, paseando y mojado, volví a ser el niño que fui algún día mientras disfrutaba de las cerezas más sabrosas que he probado, y quizás pruebe, nunca. Seguro que me ayudaron a mantener alto mi DRD4-7r. Y ahora que lo pienso, ya me explico por qué mi hermana nunca deshizo la maleta. El tal Wanderlust…