Siempre en el mismo equipo, siempre con el mismo peinado, siempre vistiendo la misma camiseta, la colección de cromos de Javier Zanetti con el Inter representaba la sucesión de una sola imagen, solo alterada por las leves pinceladas en el diseño de Panini. El ideal soñado en un deporte tan traicionero como el fútbol. El futbolista callado, ejemplar y leal con 20 años de rendimiento efectivo. El lateral argentino se retiró sin mácula, sin canas, sin enemigos conocidos. Pero hasta el mito nerazzurro tenía secretos oscuros. El suyo, que Marco, su peluquero, era milanista. De Toni Kroos admiré hasta el modo en que decidió anunciar su despedida. Controlando los tiempos y el mensaje como a la hora de gobernar un partido. Sin señales de declive ni en su juego, ni en sus estadísticas de 50 invariables partidos al año, ni en sus declaraciones. Pero, amigos, esto es fútbol, una religión de 200 años, que sigue acogiendo fieles por sus expectativas, por sus giros traicioneros, por sus pecados, por un azar que debería haber mandado a Kroos a la ducha a los cinco minutos de juego. La despedida precipitada de una carrera perfecta la evitó el exceso de diplomacia del árbitro inglés.
En un fútbol moderno que ha desdibujado todas las etiquetas, en las que los centrales piensan como centrocampistas, los porteros tienen buen pie y los centrocampistas 6 y 8 son un solo perfil híbrido, Alemania saltó al césped dispuesta a ser la Alemania de siempre. La disciplinada, contundente y agresiva selección que en 1988 derrotó por última vez a España, cuando Gary Lineker la definió para la eternidad. La Alemania de nuestros pánicos infantiles de Schumacher, Matthaus, Völler. La entrada de Kroos a Pedri dolió como una coz de De Jong al pecho de Xabi Alonso. Y a algunos nos refrescaba fotogramas con Mijatovic y Fernando con los tobillos doloridos en la pesadilla del lodazal de Karlsruhe.
En la batalla de Stuttgart, prevista antes de nadie por Fermín de la Calle, se había declarado oficialmente una emboscada. España salió de esa encerrona sin traicionarse, con el cerebro privilegiado de Rodri, con la alegría de Lamine y Nico, encarando y retando a la pesada maquinaria alemana. Les acompañaba con una autoridad insultante Fabián Ruiz, que ha recuperado en esta Eurocopa toda la alegría perdida en el invierno del París Saint Germain. El gol de Dani Olmo era el resumen perfecto del homenaje coral de la Roja. Persiguiendo sombras, desbordado por la kinderfest de su adversario, Alemania sólo podía remontar incrementando su capacidad de intimidación, a su refugio feliz del balón directo. La receta clásica para el gol en el 89, el mazazo para una España desnaturalizada con los cambios.
Ante la perspectiva de una nueva tanda de penaltis contra alemanes (ah shit here we go mayo de San Siro 2001), traté de calmarme con los consejos de Marchena en la tele, hablando como el capitán sin brazalete que era conocido como el “Pater” en la selección que ya tumbó a la Mannschaft en la final de 2008. España supo sufrir junta y la cuarta presencia en semifinales de las últimas cinco ediciones del torneo se gestó en otra acción tejida por el colectivo, en un vuelo sin motor en el minuto 119 por Mikel Merino. En el mismo estadio y con la misma celebración que su padre en 1991. Marcando los tiempos, suspendido en el aire como Puyol en la noche austral de Sudáfrica, ante el mismo rival, ante el mismo portero, ya con Kroos como espectador privilegiado de la acción. Una derrota memorable también es una gran despedida. n