El 22 de enero de 1817, Stendhal ingresó a la capilla de Santa Croce en Florencia. Allí quedó extasiado con los frescos de Giotto di Bondone y de Baldassare Franceschini. En el lugar donde descansan los restos de Nicolás Maquiavelo o Galileo Galilei, el escritor se arrodilló en un banco y vivió un momento de belleza indescriptible. “Había llegado a ese punto de emoción que cumple con las sensaciones celestiales que brindan las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Al salir de Santa Croce, tenía un latido irregular, la vida se me estaba acabando, caminaba con el temor de caerme”, escribió. Aquel éxtasis que derivó en mareos, palpitaciones, alucinaciones, desorientación y hasta agotamiento no fue algo puntual. Hoy se conoce como el ‘síndrome de Stendhal’ y médicos y psiquiatras han realizado estudios sobre este fenómeno que también se conoce como el ‘síndrome del viajero’. Incluso hay quien lo llama el ‘síndrome de París’ después de que el japonés Hiroaki Ota probase que tras visitar París muchos turistas presentaban mareos, taquicardia, palpitaciones, dificultad respiratoria y alucinaciones visuales y auditivas.
Todos somos Stendhal
Una cosa es emocionarnos positiva o negativamente ante una obra de arte, y otra es traspasar el límite de las emociones con respuestas fisiológicas, como consecuencia a un estímulo estético. Estoy convencido, por experiencia propia, que quienes viajamos cubriendo grandes eventos sufrimos una suerte de ‘síndrome de Stendhal’. Cuando llegué por primera vez al Olímpico de Berlín deambulé durante casi una hora sobrecogido por los alrededores del estadio imaginando el desfile marcial de Hitler en 1936 agasajado por un millón de personas en la inauguración de los Juegos Olímpicos. Un escalofrío me sobrecogió al toparme con la campana nazi de bronce que descansa frente a la puerta principal del Olímpico, y el corazón se me disparó al entrar en el estadio, pese a estar vacío, el día antes del partido de España ante Croacia. Me senté en la grada y traté de visualizar a Jesse Owens compitiendo contra sus rivales y contra la propaganda nazi.
Esas palpitaciones y esa sensación de desorientación ante una catarata de información audiovisual que llega es una sensación que me asalta recurrentemente en los minutos previos a los partidos. Cuando la adrenalina de las aficiones genera una electricidad especial en las gradas a la espera de la salida de sus equipos, o mientras paseo por las calles de las ciudades donde se entremezclan hordas de aficionados de las diferentes selecciones celebrando el fútbol o el deporte con naturalidad. No es algo exclusivo de “instantes deportivos”, el cuerpo también hiperventila al pasear por las coquetas calles del barrio de Angel, en el londinense barrio de Islington, que te retrotraen al Village neoyorkino. O al callejear por el centro de Múnich sin rumbo y toparse con la Catedral de Nuestra Señora y sus dos monumentales torres, y sentir la misma sacudida que al andar por la Vía della Rosetta en Roma y toparse de repente con el Panteón de Agripa.
Las calles de Gelsenkirchen, ciudad industrial azotada por el paro tras el cierre de las minas de la cuenca del Ruhr, no provocan ninguna respuesta fisiológica ante el gris de sus edificaciones. Pero el buen ambiente que se generó en la ciudad entre italianos y españoles fue emocionante. Igual que la interpretación de los himnos, con ese ‘Frattelli de Italia’ que dispara las pulsaciones de aficionados y jugadores azzurri, mientras en España ha prendido como himno oficioso el ‘Hoy puede ser mi gran noche’ de Raphael. Una vez empieza el partido todo vuelve a su sitio. El corazón rebaja los latidos, la piel regresa a su estado natural y las pupilas se contraen tratando de fijar el foco en la pantalla y el césped.
El nacimiento del Danubio
De regreso a la Selva Negra me he dejado caer por Donau-Quelle, la Fuente del Donau, que es como se dice Danubio en alemán. Aquí se escenifica el nacimiento del río, que resulta de la unión del río Brigach y del Breg. Otro lugar evocador que emerge en el centro de Donaueschingen, la localidad que ha convertido España en su campamento base y que los periodistas hemos hecho nuestra estos días de Eurocopa. A la espalda de la iglesia de San Juan y el castillo principesco de Fürstenberg, la figura de la ‘Madre Baar’ vigila el nacimiento del río mostrando a su hija, la joven Donau, el camino hacia el este. El agua de este manantial discurre como arroyo del Danubio a través del parque del castillo y desemboca en el Brigach, a 100 metros, para emprender su viaje de más de 1000 kilómetros hacia el Mar Negro atravesando diez países. Un lugar que más que disparar una respuesta fisiológica en tu cuerpo, te da paz.
Son jornadas de trasiego en los que uno actualiza amistades con gente con la que lleva años deambulando por el mundo, compañeros que llegaron siendo jóvenes becarios y hoy son padres de familia. Días de alimentar lazos con esa familia mestiza que la vida y el oficio han cruzado en tu camino: el italiano Filippo, el inglés Sid, el alemán Javier, el brasileño Fernando… La vida es lo que ocurre entre cena y cena en cualquier ciudad del mundo con ellos. O conociendo a las nuevas generaciones que llegan con su entusiasmo, como Iván o mi paisano Luis, que en estos días cumple un sueño.
Son días de idas y venidas, de lavanderías y maletas, de videollamadas con la familia, en los que es un lujo encontrar refugios de paz como Donau-Quelle. La Eurocopa ya ha cogido velocidad de crucero y estamos metidos en rutinas de previsiones, cancelaciones de hoteles, reservas de coches, transbordos de trenes… Hay que cuidar el estómago, oxigenar la cabeza y liberar el cortisol para mantener al cuerpo en su zona de confort. El campamento base de España en Donaueschingen es el centro de operaciones y los trenes, el mejor sitio para escribir. Aunque a veces uno se evada ante la belleza de los parajes de esta Alemania que empeora cuanto más se acerca uno al asfalto. Desde España llegan noticias de que el país comienza a ilusionarse con la España de Luis de la Fuente. Ilusión que se convertirá en entusiasmo si pasamos los cuartos o en euforia si llegamos a la final de Berlín. Y mientras, aquí vivimos entre el ‘síndrome de Estocolmo’ y el ‘síndrome de Stendhal’.