Los recuerdos de la infancia de Francisco Robles afloran más vivos que nunca en su último libro, ‘El niño del callejón’ (Algaida), una obra que retrata de forma fidedigna sus vivencias en las viviendas del viejo palacio construido por Juan de Oviedo hasta que se mudó con su familia a San Bernardo cuando tenía ocho años. Estas memorias noveladas las ha presentado este viernes en la Feria del Libro de Sevilla junto a Ignacio Camacho.
‘El niño del callejón’ es una mirada hacia una Sevilla que ya sólo existe en los recuerdos. Dice Robles que «todo lo que queda vivo del callejón de Dos Hermanas pertenece a la memoria, al terreno que nuestra mente salvó, y que por tanto morirá con ella… si no fuera por la literatura. La palabra escrita se convierte en un signo, en una señal que provoca al lector. Y gracias a ello, puede vivir una época de la que hemos sido expulsados por alguien insobornable: el tiempo».
Esos años que Robles pasó en aquellas viviendas tan destartaladas fueron paradójicamente de los más felices de su vida. «Yo he sido un niño tremendamente dichoso. Aquella infancia quedó intacta cuando sufrí el ictus, por lo que me puse a escribirla. Ya no tenía que pensar en nada, solo recordar el gozo de vivir. Tal vez nuestra infancia se mueve en el territorio de lo mágico. Y ahí estamos hablando con palabras infantiles, que trascienden la realidad».
En cuanto a esa visión tan cálida de la infancia que ofrece Robles, Camacho subraya que «es como el aforismo de Rilke: la patria de un hombre es la infancia. Paco se ha sumergido en esa memoria a modo de reconstrucción de sí mismo tras su accidente vascular. Los ojos del niño, el paisaje humano y urbano de la ciudad de la época, el recuerdo imborrable de la madre».
Sobre este asunto, Ignacio Camacho señala que esa Sevilla desde luego no era mejor que la de hoy pero que Paco la evoca con la mirada limpia del niño que va construyendo su existencia. El Callejón de Dos Hermanas es su Callejón de los Milagros, una galería de personajes a través de la que el autor refleja, con una memoria tamizada de cariño, la vida de las clases populares en aquel tiempo. A menudo esas escenas parecen sacadas de las películas del neorrealismo italiano. Sólo falta Anna Magnani».
Robles recuerda a los vecinos de ese callejón de Dos Hermanas como mujeres y hombres que «estaban hechos de otra pasta». En ese sentido son personas que pasaron por la guerra civil, «con los sufrimientos que nos ocultaron a nosotros. Nunca les podremos agradecer lo que hizo aquella generación por sus hijos. El futuro estaba ahí, a nuestro alcance, y lo hicimos nuestro de forma inconsciente. Pero nuestra deuda es inmensa con ellos, y sobre todo, con ellas. Nos hicieron el mejor los regalos: la felicidad».
Respecto al humor que destila por muchas de las páginas de esta obra, Robles señala que «el humor va unido a la vida. No concibo el uno sin la otra. Diría que estamos hechos con una sonrisa en la cara. ¿Por qué? Que responda quien lo sepa. Yo me limito a recoger lo que decían, y lo que hacían, aquellas mujeres y aquellos hombres que se ponían unas alpargatas para subir con nosotros a un mundo mejor. También cuento lo que tramaban a escondidas, pero eso pertenece al territorio literario…».
Camacho también se pronuncia en este sentido y afirma que «el humor aflora en pinceladas, a veces con un punto amargo, otras veces pícaro cuando relata las relaciones de pareja en aquella casa estrecha donde todo se sabía y todo se oía. Siempre desde la perspectiva del niño, que es como si mirase el mundo desde abajo hacia arriba».
Preguntado por si esta es su obra más personal, Francisco Robles señala que «este libro es la deuda que contraje con mi madre. Me lo recordó cuando ya estaba yéndose. Pero no lo hice. Después se lo prometí a mi hermano, que murió a los dos meses y medio de que me diera el ictus. Entonces me decidí. Conté con mi editor, Miguel Ángel Matellanes, que me dijo que sí cuando la mente no funcionaba bien. Este libro está escrito con el alma. Ahora, que emita su juicio quien lo lea».
Ignacio Camacho también reflexiona sobre cómo la especulación inmobiliaria ha podido afectar a zonas de la ciudad como la que vivía Robles. «Esa Sevilla no existe ya, pero de ningún modo creo que fuese mejor. El desarrollo ha mejorado absolutamente las condiciones de vida de aquella población pobre. Y el barrio no tiene comparación, pese a la especulación inmobiliaria y la saturación turística. Otra cosa es que la nostalgia embellece siempre el pasado».