En ‘Los viajes de Sullivan’ (1941), certera sátira dirigida por Preston Sturges acerca de los aires de grandeza que Hollywood tiende a darse, un director de gran éxito en el ámbito de la comedia decide buscar reconocimiento como autor de cine importante adaptando a la pantalla una novela sobre las penurias que sufre la gente pobre en Estados Unidos. A modo de preparación, Sullivan se disfraza de vagabundo y emprende un viaje a lo largo de las carreteras y vías ferroviarias del país que resulta disuasorio: en su transcurso, llega a comprender que lo que quiere el público, más que recibir lecciones éticas, es que le hagan reír. Por más de un motivo, resulta inevitable acordarse de esa película al pensar en la ópera prima como directora de Nicola Peltz, que pasó prácticamente desapercibida al estrenarse en Estados Unidos en febrero y ahora ha recibido una atención posiblemente indeseada a causa del inmisericorde artículo que el diario británico ‘The Guardian’ le dedicó recientemente.
Es probable que a mucha gente el nombre “Nicola Peltz” no le suene de nada. Los fans de la saga ‘Transformers’, por su parte, quizá identifiquen a su dueña por su participación en ‘Transformers 4: La era de la extinción’ (2014), e incluso habrá quienes apreciaron su trabajo en la serie ‘Bates Motel’ en la piel de un capricho amoroso del futuro asesino en serie Norman Bates. Entre la mayoría, eso sí, se la conoce por ser la heredera de una fortuna gigantesca -su padre, el magnate Nelson Peltz, tiene un patrimonio de casi 2.000 millones de dólares- y, sobre todo, estar casada con el hijo mayor de David y Victoria Beckham, Brooklyn. Casi seguro que con la película a la que dice haber dedicado seis años de su vida -también la ha escrito y protagonizado- aspiraba a dejar de ser asociada casi exclusivamente a esos vínculos familiares para ser valorada por méritos propios. Probablemente, eso sí, habría preferido otro tipo de valoración.
El trágico personaje que Peltz encarna en ‘Lola’ es una joven cocainómana que trabaja en una droguería durante el día y por las noches ejerce de ‘stripper’ con el fin de ganar el dinero suficiente para ofrecer una vida mejor a su hermano pequeño, Arlo, cuya inclinación a usar maquillaje y joyas femeninos provocan la furia de la madre de ambos, una fanática religiosa alcohólica y maltratadora. En el transcurso de la película, además de perder su empleo diurno tras cometer un hurto, Lola es violada por su padrastro, luego descubre que se ha quedado embarazada y finalmente se ve abocada a transitar por el infierno del trauma tras el accidente de coche que provoca la muerte de Arlo durante un intento de huida del hogar familiar.
Dicho con menos palabras, ‘Lola’ es miserabilismo melodramático de manual, tan difícil de soportar como sugiere la citada crítica -entre otras- pero, lástima, no suficientemente bizarra o risible como para erigirse en objeto de culto para gourmets de lo ‘trash’. Podría haber alcanzado ese estatus si, por ejemplo, su metraje incluyera el cameo de Brooklyn que Peltz tenía previsto inicialmente, y que desestimó tras comprobar las facultades actorales de su marido. “Solo tenía que decir ‘Hola’, pero demostró ser incapaz de hacerlo disimulando el acento inglés y sin mirar directamente a cámara”, ha explicado ella misma acerca de su decisión.
Luminosa estilización
Sin duda, la singularidad más llamativa de la película es que exhibe el tipo de luminosa estilización habitual en las cuentas de ‘instagramers’, a pesar de su temática e incluso en sus escenas más pretendidamente sórdidas, y que entretanto se muestra mucho menos interesada en la realidad de sus personajes que en dedicar una exagerada sucesión de planos al rostro de Peltz, siempre impecablemente maquillado y siempre rutilante pese a las circunstancias de su heroína -su disfraz sin duda es peor que el de Sullivan en la película de Sturges-; y el empeño de la joven en posar para la cámara, en convertir la película en su escaparate particular, demuestra que en última instancia su intención al hacerla es la misma que la de los selfis que las celebridades acostumbran a tomarse cuando visitan zonas de conflicto o a esos zapatos sucios y agujereados que la firma Balenciaga sacó a la venta en 2022 al módico precio de 2000 dólares el par: explotar las miserias ajenas con fines estéticos, tratando de hacerlas parecer algo ‘cool’ y lucir -el palmito o la supuesta conciencia social- a su costa.
Por supuesto, no se trata de negar a la gente con dinero el derecho de contar historias sobre gente pobre -lo contrario sería poner en tela de juicio centenares de grandes películas-, o de cuestionar sistemáticamente a quienes deciden entrar por las puertas que su apellido o su posición social les abren. De hecho, y aunque las redes sociales hayan hecho de ellos un espécimen más visible, lo cierto es que los llamados ‘nepo babies’ -personas que hacen uso de una fama heredada de su progenie- llevan décadas existiendo en el mundo del cine. Jane Fonda es una de ellas, como Michael Douglas, o Laura Dern, o Sofia Coppola; todos ellos justificaron los privilegios obtenidos demostrando su talento. Aunque el de ‘Lola’, decimos, no es un problema solo de aptitud, también de actitud.
Boda con polémica
Si muchos consideran que su existencia misma supone una burla a los asuntos que en ella fingen tratarse es porque papá Peltz ha ayudado a financiar la carrera política de Donald Trump, no precisamente atenta a los derechos de las personas trans o a las comunidades más desfavorecidas; y porque, mientras la escribía y preparaba su rodaje, la heredera copó titulares a causa de su boda con el primogénito de los Beckham, tanto por el coste de la celebración, casi 4 millones de dólares -al parecer, solo peinarla y maquillarla costó 100.000- como por el enredo judicial que tuvo lugar cuando la joven insistió en llevar a juicio a una de las empresas contratadas para organizarla; en su transcurso, salieron a la luz mensajes en los que la novia se quejaba de que las flores blancas no eran suficientemente blancas.
En última instancia, el impulso que motivó a Nicola Peltz a hacer ‘Lola’ posiblemente sea el mismo que su suegra sintió cuando, en un momento de la serie documental ‘Beckham’, aseguró que había tenido una educación “muy proletaria” cuando lo cierto es que durante su infancia la llevaban cada día al colegio en Rolls-Royce -su propio marido le hizo admitir la mentira frente a la cámara-, y el mismo por el que el bueno de Brooklyn sigue jugando a ser un chef pese a sus evidentes carencias frente a los fogones: la resistencia a asumir que el desmesurado privilegio del que goza es absolutamente ridículo y que las envidiosas burlas que puede llegar a provocar entre el resto de los mortales son un precio muy pequeño a pagar para disfrutar de él; a comprender, como lo hacía el protagonista de ‘Los viajes de Sullivan’, que ser tomada en serio tal vez no es tan importante como hacer reír.
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