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Cuando el mundo se encoge

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Hagar Shipley, de 90 años, se acerca al final de su vida. Le preocupa que la trasladen de la casa familiar en la que vive con su hijo y su nuera, y ser internada en un asilo de ancianos. En medio de semejante estrés, recuerda sus momentos más importantes, pensando en las vueltas que ha dado, los trastornos y el infeliz matrimonio, hasta llegar a convertirse en quién es. Moviéndose entre el presente y la memoria, el monólogo de Hagar comienza con un tono confiado, condescendiente, que poco a poco se vuelve menos seguro de sí mismo y más introspectivo. Cuestiona su incapacidad de siempre para hablar desde el corazón cuando es necesario o silenciar sus impulsos si se requiere diplomacia. Sabe que no puede mantener la boca cerrada. Testaruda e inconformista, en realidad nunca pudo. A medida que la distancia del pasado adquiere un mejor enfoque, aunque doloroso, especialmente cuando intenta asumir la pérdida de su amado hijo menor, su existencia se torna más resbaladiza y ya resulta difícil aferrarse a ella. A veces regresa de las ensoñaciones sin saber si simplemente se ha perdido en sus propios pensamientos o los ha estado expresando en voz alta. Su infatigable orgullo le lleva a mostrar vergüenza.

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