Cualquier texto de Julien Gracq, fallecido en 2007, llega al lector como el eco lejano de una voz que ha enmudecido pero aún resuena. Sin la amplitud de su mejor novela, “La orilla de las Sirtes” (1955), “La casa”, el relato inédito que ahora ve la luz traducido al castellano, es un complemento a la obra de este autor francés de culto. Cuarenta páginas que iluminan el cielo literario más oscuro, recuperadas a partir de un par de manuscritos por su editor de siempre, José Corti. Escritas probablemente entre 1946 y 1950 tienen su explicación en el tiempo. Tras combatir la invasión alemana de 1940, ser capturado en Dunkerque, enviando a un campo de prisioneros y liberado en 1941 por motivos de salud, Louis Poirier, que firmaba bajo el seudónimo de Gracq, empezó a dar clases en el instituto de Angers. Aquí describe el viaje en autobús que hizo durante el año escolar dos veces por semana entre Anjou y Varades. La casa citada en el título, “una de esa mansiones pretenciosas y de aspecto mediocre que el nuevo siglo ha multiplicado en las playas de segunda categoría”, puede incluso que se encontrase a mitad de ese trayecto en Saint-Georges-sur-Loire.
La ficción graquiana ha utilizado frecuentemente el planteamiento de un viajero que permite dotar a la historia, más que del propio paisaje, de un entorno, entre tierra, cielo, relieve y vegetación, que va adquiriendo el aspecto de una investigación policial. Es esa visión melancólica del Poe de la Casa Usher la que encierra la fascinante prosa visual de Gracq, ligada a una dramaturgia y cuyas descripciones tienden no a una revelación quieta del objeto, sino al latido inicial que precede a una escritura envuelta en misterio. El relato se construye alrededor de la enigmática casa, y su materialidad se percibe desde la distancia y los puntos de vista que proporciona el viaje. Todo unido por un mismo hilo descriptivo. La carretera nacional comienza a descender suavemente a través de tramos de mesetas bajas en gran parte ondulados, transcurre al lado de la mansión enclavada en la espesura. Ese hilo concluye con la masa pródiga, fabulosa que se despliega como un cortinaje de largos tirabuzones rubios: el cabello despeinado de una mujer.
Ahora, el autobús está averiado. Mediante un movimiento de zoom lento, en el que el ojo se magnetiza en dirección a las ventanas, avanza la lectura, en medio de un chaparrón y de un laberinto de zarzas, hacia la casa misteriosa. Cuando se detiene, se alza el telón. Unos pasos más allá se halla el misterio. Impulsado por una curiosidad en gran medida erótica, el narrador penetra con su mirada en el desorden circundante, inspeccionando el decorado en busca de una posible presencia humana en un lugar aparentemente abandonado. Recorriendo la parte de atrás encuentra rastros: una mesa de jardín puesta con su mantel y sus cubiertos para dos personas. El ojo hurga entre estas pistas, obsesionado por la idea de ver sin ser visto. Cuando la mirada se bloquea, es el oído el que cumple la función del voyeurismo. Una voz de mujer, la de una mujer cantando, llega desde la casa en ruinas. El contexto de la guerra no es más que un decorado. El espionaje reemplaza las cuestiones históricas del pasado más reciente, la ocupación o la resistencia, y nos traslada a otro terreno, el del erotismo surrealista que acecha en la parte trasera de la mansión escondida: ¿está ocupada o vacía, resistirá o cederá a la invasión de una mirada indiscreta?
A pocas líneas del final, el lector aún está a tiempo de preguntarse si verdaderamente existe la fantasía cuidadosamente escenificada, si el objeto de deseo aparecerá o no, o de qué material estará hecho. Gracq muestra dos viajes diferentes, en cierto modo contradictorios. El del protagonista que se desplaza en autobús, de un lugar a otro, a lo largo de una línea clara, en un mundo ordinario e identificado. Y otro, muy distinto, que frustra el primero, a la vez que atrae al narrador y que conduce a un espacio extraño, confuso, inesperado, que escapa tanto a su voluntad como a su pensamiento: un mundo caótico opuesto al habitual. Dos viajes, por tanto, dos tipos de pensamiento y percepción: el controlado que se rige por los mapas y otro involuntario, una bifurcación profunda, radical, en el orden mental, en la percepción y el propio ser, de evocaciones baudelerianas: un maravilloso extravío de la escritura de un autor imprescindible.
La casa
Julien Gracq
Traducción de Vanesa García Cazorla
Periférica, 64 páginas, 9,50 euros
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