James Baldwin (Nueva York, 1924- Saint-Paul-de Vence, 1987) fue un brillante explorador de la culpa y el dolor. Coincidiendo con el centenario de su nacimiento, ve la luz nuevamente traducida al español “El cuarto de Giovanni”, la novela que provocó un gran escándalo en 1956, cuando se publicó por primera vez. Un autor negro escribía sobre el amor entre dos hombres blancos y se rompía un tabú. Hasta entonces, a Baldwin lo habían considerado simplemente un afroamericano feo y enfadado. “En un lado de la ciudad yo era el tío Tom, y en el otro, el joven enojado”, como él mismo explicó en aquella entrevista de “The Paris Review”. Su pensamiento recordaba a algunos la visión de Virginia Woolf de las mujeres que han servido durante todos estos siglos como espejos que reflejan la figura del hombre al doble de su tamaño natural. Aún más, se acercaba a la idea que tuvo Sartre del judío como producto no ya de la cultura hebrea, sino de la necesidad angustiosa del antisemita. A la edad de 24 años, Baldwin no había leído a ninguno de estos escritores en el momento en que dijo que Georgia tenía a los negros y Harlem, a los judíos. Incluso entonces sabía que el racismo no es un problema de razas, sino de nuestras peores conductas. Detrás existe un fondo de desesperación, hambre y miseria en millones de personas de cuya existencia no tenemos conocimiento. En la medida en que esas personas encuentren este estado intolerable, estamos intolerablemente amenazados, solía repetir. “El Tercer Mundo es el espejo del Primer Mundo y un juicio sobre nosotros”.
¿Espejos? “El cuarto de Giovanni” puede que sea la respuesta más clara de Baldwin a esta pregunta, cuando el propio autor se traslada del color y la política al ámbito de las preferencias sexuales. El argumento implícito no es que el prejuicio, la ceguera y la negación sean las mismas en todas las parcelas de la vida, sino que existen sorprendentes similitudes entre distintos ámbitos, y que un miedo se puede utilizar para alumbrar otro. En la novela, David es un estadounidense blanco más o menos comprometido con una chica llamada Hella. Repentinamente se enamora de Giovanni, un barman seductor de un bar gay de París. A la vez que el flechazo, el amor provoca en David un terrible desprecio por sí mismo y un creciente disgusto por la necesidad que Giovanni tiene de él. El cuarto, como hogar o nido de una relación sexual clandestina, se convierte en un estado mental, y la problemática de David comienza a centrarse en la habitación en lugar del propio Giovanni. Expresa miedo por permanecer “encerrado” y finalmente huye para supuestamente recobrar la normalidad perdida. En el cuarto la confusión se ha hecho visible, innegable.
Cuando David nos cuenta todo esto, Giovanni ha matado a un antiguo protector y está esperando la ejecución. David regresa a Estados Unidos y a una homosexualidad que será reprimida o perseguida furtivamente, quizás ambas cosas. En cualquier caso, escapa atormentado por la incapacidad de ver sus propios apetitos sexuales como algo más que un espejo roto y criminal. El fin de la inocencia es también el fin de la culpa, viene a decir resumiéndolo en una de esas bonitas frases que tanto le gustan a Baldwin. El autor de “El cuarto de Giovanni” no siempre escribe bien; a veces lo hace de forma algo tortuosa, como Dylan Thomas, dando rodeos que no llegan a ninguna parte. Otras, en cambio, ejecuta maravillosamente con una mezcla de fuerza y gracia; hasta podríamos pensar en el Scott Fitzgerald que, atenazado por la ira, no pierde jamás el estilo.
Lo que quiere decir David es que incluso la culpa sería mejor que lo que tiene, ya que se ha convertido en nadie, condenado a una imitación fallida de lo que no es, incapaz de permitirse deletrear su nombre propio. No se trata de una falta de autenticidad sartriana, ni siquiera de aceptar, como dice el propio autor de la novela, la definición que otros tienen de nosotros. La definición somos nosotros mismos, arraigados en nuestra historia, en la reconstrucción de una personalidad. Hay, además, algo salvaje en la belleza de las frases de Baldwin y la frialdad de su tono, resultado del encuentro temprano con Henry James, la Biblia y Harlem. Al apropiarse de la herencia de la mejor prosa inglesa, Baldwin aprendió no sólo un estilo, también una mentalidad. Jugó con lo explícito y lo implícito, la afirmación descarada y el brillo escéptico. Su estilo podía ser elevado y grave y reflejar una mente brillante; su pensamiento estaba bellamente plasmado en ese estilo, como si un lenguaje nuevo lo hubiera llevado a un pensamiento nuevo. De James aprendió mucho sobre el carácter y la conciencia en la ficción, el uso del punto de vista único y todos los matices.
Nació en Harlem en 1924. Hijastro de un evangelizador, él mismo se convirtió en un niño predicador a los 14 años. Dejó la escuela a los 17 y aceptó varios trabajos para mantener a su familia. Debutó en el mundo literario reseñando libros. Se mudó a París en 1948 y permaneció ausente durante nueve años. Luego empezaron a aparecer sus primeros títulos: las novelas “Ve y dilo en la montaña” (1952), “Stranger in the village” (1953), “El cuarto de Giovanni”, “Otro país” (1962); los volúmenes de ensayo “Notes of a native son” (1955), “Nadie sabe mi nombre” (1961) y “La próxima vez el fuego” (1963). Apoyó entusiásticamente el Movimiento por los Derechos Civiles y escribió de ello, pero nunca halló acomodo en sus filas. Rechazó las etiquetas políticas y sexuales. Homosexual y bisexual, para él, eran términos del siglo XX con muy poco significado. Cuestionó la noción de identidad racial como una invención de mentes paranoicas e infantiles. “El color no es una realidad humana ni personal. Es una realidad política”, escribió en “La próxima vez el fuego”. Coqueteó con los Panteras Negras, pero nunca llegó a unirse a ellos: perdió muchos amigos. Pasó largo tiempo en Estambul, y finalmente se mudó a Saint-Paul-de Vence en la Riviera francesa, regresando ocasionalmente a EE UU. Siguió escribiendo, pero recibió cada vez menos atención crítica: de la gran repercusión de la portada de “Time”, en 1963, pasó paulatinamente a ser simple objeto de pequeñas reseñas casi siempre desfavorables. Murió de cáncer en 1987.
Su vida, o una versión de ella con los detalles, transcurre en los ensayos que escribió. O en el alegato moral que el propio Baldwin lanza en “I am not your negro”, el documental de Raoul Peck de 2016, apoyado en los textos de un libro inconcluso y tan intenso como el propio retrato del protagonista, en el que el escritor neoyorquino emite juicios sobre la segregación racial en Estados Unidos. Es su yo público, de una manera profundamente personal. Las imágenes, algunas de hace más de cincuenta años, muestran también a Martin Luther King, Malcolm X, Harry Belafonte, J. Edgar Hoover y otros hablando con la cámara. Pero la atención de la película está en Baldwin y sus palabras por encima de todas las demás.
El cuarto de Giovanni
James Baldwin
Traducción de Ismael Attrache
Sexto Piso, 184 páginas 17,95 euros
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