Hay fechas que cambiaron la historia del arte. El 15 de abril de 1874 fue una de ellas. En el número 35 del bulevar de Capucines, en el entonces naciente barrio de la Ópera Garnier —todavía no había sido inaugurada— en París, Claude Monet, Camille Pissarro, Edgar Degas o Berthe Morisot mostraron por primera vez su arte en una exposición conjunta. Aún no los habían bautizado como los impresionistas, pero todos ellos compartían su espíritu libre e independiente. Querían emanciparse de la sombra del canónico Salón. Aunque esa muestra en el taller del fotógrafo Nadar resultó un fracaso comercial, supuso el nacimiento de una de las corrientes más conocidas de la modernidad artística.
El parisino Museo d’Orsay —uno de los más prestigiosos en el mundo sobre arte decimonónico— conmemora por todo lo alto este 150º aniversario del impresionismo. Por un lado, ha cedido algunos de sus mejores cuadros a otros centros artísticos (en Tourcoing, la isla de la Reunión o la Villa Medicis de Roma). Por el otro, dedica la exposición “Paris 1874. Inventer l’impressionnisme”, inaugurada esta semana, a esta primera muestra que supuso un punto de inflexión en la historia del arte. También puede contemplarse con un casco de realidad virtual en un paseo inmersivo por los pasillos del D’Orsay.
La premisa de esta muestra no resulta original. Pero sí que es eficaz a la hora de proponer otra mirada sobre el impresionismo. ¿Qué distinguía a los impresionistas? ¿Su arte era rompedor respecto a lo aceptado por la crítica en el Salón —el gran acontecimiento artístico entonces en la capital francesa—? ¿Cómo se organizaron para impulsar esa primera exposición independiente?
“El rol central del artista”
“Lo más significativo en esa iniciativa en 1874 era la afirmación de independencia y del rol central del artista respecto a las instituciones del arte”, explica a El Periódico de Catalunya, del mismo grupo editorial, Sylvie Patry, una de las comisarias. Según esta historiadora del arte, esa iniciativa de los Monet, Cézanne o Sisley no se entiende sin el contexto histórico: la naciente Tercera República proclamada tras la derrota de Francia en el conflicto francoprusiano. “Los impresionistas se conocieron durante los años 1860 y desde entonces valoraron la posibilidad de organizar su propia exposición, pero esa idea no fructificó hasta después de la guerra”, afirma Patry, quien recuerda la importancia que tuvo la Comuna —una revolución fallida, y duramente reprimida, en 1871— en la vida de esos artistas.
En medio de una París donde cohabitaban las ruinas por la guerra con las obras de la expansión haussmanniana —un contexto histórico recordado por las comisarias—, los impresionistas propusieron un arte alegre, instantáneo, subversivo y espejo de la vida moderna. Así se constata en ‘La repetición’ de Degas, el original retrato de un ensayo de ballet que propuso para la muestra. Pero también con ‘Una moderna Olympia’ de Cézanne, la provocativa parodia que el artista hizo de la Olympia de Manet y que fue uno de los cuadros que sacó más de sus casillas a la crítica de la época.
Como no podía ser de otra forma, en el bautizo artístico de los impresionistas abundaban los paisajes. Monet expuso ‘Las Tullerías‘, Pissarro mostró ‘Los castaños en Orny’ o Berthe Morisot —una de las pocas mujeres presentes en esa exposición— presentó ‘La lectura’. Con los matices personales de cada uno de ellos, todos destacaban por sus pinceladas libres y rápidas. Por mostrar una naturaleza más dinámica y menos bucólica que los paisajistas realistas.
Porosidad con el arte convencional
Curiosamente, sin embargo, aquello que los caracterizaba no era el estilo. Varios de los 31 pintores o escultores no utilizaban una técnica impresionista, sino mucho más convencional. Si querían exponer en el número 35 del bulevar Capucines, solo tenían que cumplir con un requisito: pagar una cuota de 60 francos que les permitía exponer dos obras. En realidad, esa muestra de 1874 fue un proyecto empresarial creado por artistas y para artistas. Como si se tratara una especie de cooperativa.
Eso les permitió mostrar obras cuya exposición en un salón convencional parecía un sacrilegio a finales del siglo XIX. Por ejemplo, los fascinantes ensayos de paisajes atmosféricos de Eugène Boudin, uno de los maestros de Monet. “Eran conscientes de la novedad que aportaban, pero ya entonces había una porosidad entre los impresionistas y el arte aplaudido por la crítica”, asegura Patry.
Uno de los aspectos interesantes en la exposición del D’Orsay resulta la comparación entre las primeras obras de los impresionistas y las expuestas en el Salón de 1874. A diferencia del cliché de una crítica desconectada de las vanguardias y que priorizaba las pinturas históricas y religiosas, el arte mainstream de entonces ya se interesaba por las temáticas y los pintores modernos. Era el caso de Édouard Manet. Pese a tratarse de uno los precursores de la modernidad pictórica, el autor de ‘Almuerzo en la hierba’ miraba con cierto desdén a los impresionistas. Y prefirió exponer en el Salón ‘El ferrocarril’, un cuadro que por estilo perfectamente podría haber estado en la muestra alternativa.
Aunque en 1874 los pintores modernos como Manet ya gozaban de cierto éxito comercial, la primera exposición de los impresionistas resultó un fracaso. De las 200 obras expuestas, solo lograron vender tres. Su muestra acogió a unos 3.500 visitantes, mientras que 300.000 fueron al Salón, celebrado pocas semanas después. Y la crítica la trató con severidad.
De hecho, el nombre de “impresionismo” surgió a partir de una burla del periodista Louis Leroy en el diario Le Chavari. Lo dijo para describir de manera satírica ‘Impresión, sol naciente’ de Monet. Este magnífico retrato del puerto de Le Havre, junto con las otras 130 obras, pueden contemplarse en el D’Orsay hasta el 14 de julio. Luego cruzarán el Atlántico y se expondrán en Washington. 150 años después, nadie se ríe de los impresionistas.