Un recorrido que se inicia en los teitos de Somiedo, continúa por las calles de París y La Sorbona, y desemboca en una cafetería ovetense. Este itinerario se aprecia en la línea de escritura de Servando Cano. El poeta asturiano, que asumió el poder de la naturaleza transfiriéndolo al verso en “La lengua del mirlo” (Premio Ateneo Jovellanos) y “Piel de trigo” (Premio Ciudad de Salamanca), ha publicado recientemente “El río para verte no va al mar”, en exaltación contenida de esa llave que es el tiempo. También ha llegado a las librerías “El corazón cansado de la aldea”, (Voces y lugares de Somiedo), en que hay geografía del recuerdo, imbuida de atributos literarios. Un atardecer de Somiedo y la luz de una calle parisina pueden tener el mismo encanto. El amor es recurrencia y trascendencia; el hilo invisible que navega por su poesía.
–Si en sus primeros libros había una alabanza de la naturaleza, ¿en el último ha querido evidenciar el paso del tiempo?
–En “El río para verte no va al mar” se ensayan nuevas formas poéticas (sonetos, haikus y rimas). Lo escribí durante el confinamiento, que supuso una clausura del cuerpo, un cierre del lenguaje. El libro es una reivindicación del cuerpo. La naturaleza es el campo de significación desde donde se construyen los poemas. Hay naturaleza en mi libro aunque leída de otro modo. Dice Juan Ramón Jiménez que lo mejor de la naturaleza es la mujer, las estrellas y una rosa. La mujer ocupa el lugar central del libro, bien como deseo o como ausencia o pérdida. ¿Acaso no es éste el lugar de la poesía? A un lado el deseo de la luz, al otro la ausencia y la pérdida.
–¿Cómo resume toda esa poética?
–Mi poesía está transida por esta tensión agónica entre el deseo y la realidad. Una leve brisa de erotismo que recorre las ramas del poema El libro del semiólogo Roland Barthes “Fragmentos de un discurso amoroso” me sirvió de inspiración en algunos poemas
–¿Quiénes han sido sus maestros y qué les debe?
–Leí a los clásicos, sobre todo, a San Juan de la Cruz, me detuve mucho tiempo en la poesía de Antonio Machado y llegamos a la generación del 27: la urdimbre entre lo culto y lo popular, fascinantes metáforas y limpia musicalidad de la poesía de Lorca, el nuevo lenguaje de Aleixandre, Luis Cernuda, quizá el poeta más influyente en la poesía posterior. De la generación del 50 el poeta que más influyó en mí es Claudio Rodríguez: él me entregó la ebriedad del mundo.
–Es un ávido lector de poesía contemporánea…
–De la poesía de hoy me interesan algunos nombres como José Luis Rey, Juan Carlos Mestre y la poesía de Aurora Luque y Raquel Lanseros.
–En “El río para verte no va al mar” está presente París, donde residió. ¿Cómo vivió el caudal artístico y literario de la literatura francesa?
–Llegué a París en los primeros 70 para hacer estudios de Sociología. Pasé frontera dejando atrás una España oscura y censurada. Me sentí libre como cuando caminaba, Sena arriba, hacia el Barrio Latino, donde se encontraba la librería La Joie De Lire, adonde iba a leer libros prohibidos en España. Aún estaban calientes los rescoldos de las revueltas del mayo 68, que yo califiqué de utopía libertaria en un artículo publicado en LA NUEVA ESPAÑA. Cuando inicio los estudios de Sociología yo venía de cuatro años de estudio de la Teología, esa hermosa y comprometida construcción del mundo.
–¿Qué diría del París bohemio y del cruce de saberes en su formación?
–El choque entre esos dos paradigmas fue brutal. Todavía el marxismo era la referencia hegemónica para explicar el mundo, aunque a la sociología francesa le interesaba más diseñar un horizonte que el dato empírico. En París tuve ocasión de recorrer bulevares y lugares simbólicos donde aún olía a tabaco y a marihuana. No era ajeno a la cultura francesa; había leído ya a los poetas simbolistas y las obras de Sartre, Camus, Malraux y André Gide. Por último, decir que me enamoré en París aunque parezca un tópico o un lugar común para ello.
–”El corazón cansado de la aldea” contiene prosa poética sobre lo vivido y lo cercano, como es Somiedo en su caso; ¿ese factor filtra mejor el proceso de escritura?
–Es un viaje a la infancia. Al final se vuelve al principio como Machado en su último verso: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Busqué adentrarme en el mundo de la vida de los hombres y mujeres que poblaron aldeas que se van vaciando. Para hacerlo me han sido muy gratificantes la prosa y la poesía del gran poeta del éxodo rural Alejandro López Andrada. No pude eludir la poesía. Hay mucha poesía en ese texto. La poesía, como el amor, va a lo que ve, a la vida, al lugar del habla y pone el oído al mundo. En un segundo movimiento regresa al silencio y lo vivido se transforma en lenguaje: conjunto de símbolos, para construir una realidad transfigurada más allá del yo biográfico. Los hechos y los lugares de la vida rural se transforman de la mano del lenguaje simbólico en universos de sentido: la libertad, la comunidad… No me interesa la poesía que no va al encuentro del Tú y se entretiene en alardes del lenguaje, como una gran parte de la poesía de hoy.
–¿Ayuda a vivir la poesía como un manual de supervivencia o un tratado de psicología?
–Yo no puedo vivir sin poesía. Comencé tarde a escribir. Soy un poeta de la hora 25, cuando ni Dios puede salvarnos. A mí me salvan la verdad y la belleza de la poesía, como pedía Nietzsche. Cuando el poder decidió clausurar mi vida, escribo para saber que vivo y para envejecer con una cierta lucidez. En los años 60, siendo adolescente, compré el libro “Cuatro poetas de hoy”, una reducida antología de los poetas de la posguerra: José Luis Hidalgo, Gabriel Celaya, Blas de Otero, José Hierro. Comencé a preguntarme por el poder de la poesía para remover el mundo y enviarlo a lugares más habitables. Me alertaron sobre lo que estaba pasando en aquella España represora y amordazada: poesía de tono testimonial, que muestra a un sujeto lacerado y doliente por un mundo que está sumido en el desastre. Fue como un golpe definitivo para amar de por vida la poesía. Mi voz no es la voz bronca y airada de Otero, ni la voz más sosegada, de callada rebeldía, de Hierro, ni la poesía militante y combativa de Celaya, o la angustia de Hidalgo por la búsqueda de Dios. Mi poesía, que vive de esa tensión agónica entre el deseo y la realidad, busca abrir ventanas para ver el sol, mi mirada contiene el ocaso y la aurora como pedía Baudelaire en el “Himno a la belleza”.
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