Nada como un “testimonio COVID-19” real para traer al presente a todos los que sufrieron y lucharon en aquellos días de confinamiento en España, aprovechando el cuarto aniversario del inicio “oficial” de la pandemia que llenó el mundo de horror y muerte… pero también de entrega y generosidad de muchos que pusieron su vida en riesgo por los demás.
Un testimonio de aquellos primeros días de la pandemia. Para que nunca nos olvidemos de lo que fue, ni de los que se fueron.
Está escrito por una enfermera joven que tuvo que vivir en UCI las maratonianas jornadas y los días de trabajo que se acumulaban sin descanso.
Es su recuerdo más vívido. Lo escribió entonces, para no olvidarse nunca de aquella realidad, y lo cedió a este portal para que todo el mundo conserve un recuerdo de aquellas fechas.
Aquí va el testimonio… y el dibujo que acompaña este artículo es un retrato “robado” aquellos días de ella misma en el hospital, rendida por el agotamiento.
Un caso real de entre muchos enfermos de COVID-19
Javier era un empresario de 60 años que ingresó en la UCI con diagnóstico de COVID-19. Un hombre fuerte, deportista, sin más antecedentes que diabetes e hipertensión bien controlada.
Fue paciente de la UCI varios días. No recuerdo cuantos. Pasó por las manos de muchas enfermeras durante su estancia.
En aquellos días de turnos interminables y noches en vela, podría parecer que todos los pacientes eran el mismo.
Todos dormidos, con sus caras deformadas por el tubo orotraqueal, los ojos tapados, sus cuerpos hinchados… Pero nada más lejos de la realidad. Cada uno tenía algo que le hacía único.
En algunos era un tatuaje o un lunar diferente. Otros destacaban por luchadores. Otros tenían apodos cariñosos…
Era mi paciente el día que falleció
Yo a Javier nunca le olvidaré.
Porque por entrañable, simpático o ridículo que suene lo anterior, él fue para mí alguien muy diferente y por un motivo muy triste: era mi paciente el día que falleció.
El médico me lo dijo una mañana cualquiera, a primera hora. No sé por qué me sorprendí. Todos lo veíamos venir. Sin embargo, me cayó como un jarro de agua fría.
Siempre veía reflejado en mis pacientes a mi propio padre quien, con 59 años, diabetes y una ligera hipertensión, fuerte y deportista, ingresó el Día del Padre en el hospital con COVID-19.
Estuvo ingresado 5 días, sin que supiéramos casi nada de él. Luego nos lo mandaron a casa con medicación y pautas de vigilancia estrictas. No estaba bien. Pero le pidieron que solicitase el alta voluntaria, sencillamente porque necesitaban hacer algo de sitio para gente que estaba peor.
Y cada vez que le poníamos el pulsioxímetro se nos paraba el corazón. Y él sabía que la cifra que apareciera podría mandarle de vuelta al hospital, quién sabe si a la UCI.
Su familia tuvo la suerte de poder despedirse
Miré a Javier, en la cama. Mil pensamientos pasaron por mi cabeza. Pensaba en su familia, en si en algún momento era consciente de algo o percibía algún estímulo.
Lo “bueno” es que ninguno teníamos mucho tiempo para pensar. Estábamos demasiado ocupados.
Sus hijos pudieron ir a despedirse. Su mujer, ingresada también por COVID-19 en otro hospital, no pudo.
Llegaron a media mañana. La médico les dijo con cariño que se había hecho todo lo posible. Que estaba bien y sin dolor.
Se les dejó con él, intentando darles intimidad en una sala en la que los pacientes estaban separados por finas cortinas, llena hasta los topes, rodeados por estridentes pitidos de máquinas y por un grupo de personas tapadas de la cabeza a los pies a las que solo veían los ojos a través de unas gafas.
Estuvieron más de dos horas con su padre.
Pasada la una, estaban listos para irse. O no, pero decidieron que era lo que debían hacer.
En ese momento me visualicé en su situación. Yo era la hija y el paciente en la cama era mi padre. Y debía despedirme.
¿En qué momento decides que estás listo para irte? ¿Que ya te has despedido? ¿En qué momento te ves capaz de irte, de obligar a tu cuerpo, después de un último beso, a dar media vuelta y empezar a andar sin mirar atrás?
Apagarse hasta fallecer
Hasta que el médico no vino solícito a contarme cómo iba a suceder, no fui realmente consciente de que se me moriría a mí.
Una persona a mi cargo iba a irse apagando hasta fallecer.
Traté de no pensar demasiado o me derrumbaría, y no me lo podía permitir. Mis pacientes me necesitaban.
Pero como el resto de mis pacientes en UCI no tenían demasiadas necesidades en ese momento, pude pasar tiempo con Javier.
No sabía qué hacer. Le cogí de la mano. Se la acariciaba con el pulgar y le daba pequeños apretones. Le susurraba que me quedaría con él hasta el final, sin saber realmente si escuchaba ni si percibía mínimamente nada de todo eso.
Me llamaron mis compañeras para irme a comer. Les dije que iría luego. No quería dejar a Javier. Se iría en cualquier momento y no podía permitir que exhalara su último aliento solo.
Así que me quedé con él.
No comí, ni falta que hacía. Y él se fue apagando poco a poco, perdiendo el color. Y su mano estaba cada vez más fría.
Yo le susurraba lo que imaginaba le querrían decir su mujer y sus hijos en aquellos momentos, y rezaba por él.
Me parecía tan esperanzador imaginarme qué sería lo primero que vería cuando abriera los ojos en el más allá…
¿Quizá su ángel de la guarda, sonriéndole picarón y dándole un abrazo de oso? ¿Quizá la Virgen, con mirada dulce desbordante de amor? ¿O quizá algún familiar? ¿Me reconocerá cuando volvamos a vernos?
Y me pregunto, ¿Cómo puede la gente afrontar la muerte sin fe? Yo me empeñaría en creer en Dios sólo por pura conveniencia.
El turno seguía, sin un minuto para pensar
Muy poco después metieron su cuerpo en una bolsa, sin las preparaciones habituales, y se lo llevaron.
Y mi turno siguió, sin parar, sin un segundo para pensar. Antes de salir del hospital esa noche me di una ducha en silencio.
Es curioso, pero esa época tiene un olor característico, único. Y aún ahora, todavía me llega a la nariz ese olor por un segundo, de vez en cuando.
Al llegar a casa me desvestí y con un “hola” a nadie y a todos me senté en mi cama, me abracé las piernas y exploté.
El pobre hombre que llevaba siendo mi marido un mes no pudo más que abrazarme fuerte y ser testigo de mi llanto incontrolable, en lo que fue el primer ataque de ansiedad de mi vida.
Y lloré varias horas, en sus brazos, hasta caer agotada.
¿Cuántas veces se tendría que repetir esto? Estaba tan cansada… tan cansada…