El 20 de septiembre de 1996, en estas tierras asturianas donde puede llover en cualquier instante o lugar, quedó registrado en la historia del ciclismo como uno de los días más tristes y amargos de este deporte. Fue la última vez que Miguel Induráin se puso un dorsal oficial en la espalda. Luego participó en varios critériums de exhibición donde poco a poco se fue despidiendo de los aficionados españoles antes de comunicar el 2 de enero de 1997 su renuncia definitiva al ciclismo. Otro día de ingrato recuerdo mientras nevaba en Pamplona.
La verdad es que cuesta mucho olvidar la Vuelta de hace 28 años, la que nunca quiso correr Induráin y donde encontró la realidad de los negocios. Banesto, el banco ya desaparecido del mundo de las finanzas, lo había mimado al máximo, económicamente también, por supuesto, pero nunca le había exigido nada porque iba al Tour, dando la falsa impresión de que era un paseo, y acababa llegando a París vestido de amarillo… y así cinco veces consecutivas.
Las cuentas por la inversión
En cuanto cayó derrotado, el banco, tal cual una de sus inversiones, le pidió cuentas, rendimiento, y como no había ganado el Tour comunicaron a la dirección deportiva del equipo que Induráin tenía que estar en la salida de la Vuelta, que aquel año se iniciaba en València. Hasta allí se desplazó Induráin acompañado de su mujer, Marisa, y de Miguel el primero de sus tres hijos, dos de ellos aún no habían nacido. Llegó desde Benidorm, donde tenía un chalet en la montaña, el lugar de entrenamiento invernal huyendo del frío navarro.
José Miguel Echávarri era el mánager del conjunto bancario y el que tenía que ejecutar la orden de alinear a Induráin en la Vuelta. La semana previa al inicio de la carrera, director deportivo y ciclista se reunieron en Alicante. Echávarri le hace saber a Induráin que, si finalmente decide no correr la Vuelta, él lo respalda. Miguel era y es una persona de decisiones firmes y ya había tomado la de participar en la carrera, ocurriera lo que ocurriera y con los aficionados, eso sí, felices de ver al gran ídolo enfrentarse a Tony Rominger, en una edición de la ronda española que finalmente ganó Alex Zülle.
Albacete y Córdoba
Nunca le fue bien la carrera, aunque se vieron imágenes que jamás más se repitieron. La policía nacional tuvo que intervenir en Albacete para abrir un pasillo. De tanta gente que había en la calle esperando al ídolo navarro, Induráin no podía ni salir del hotel para dirigirse a la salida de la etapa. La llegada a Córdoba también fue impresionante. Dio la sensación de que toda la ciudad se había reunido para recibirlo y aclamarlo. Todo el pelotón era Induráin, aunque la policía ya tenía la experiencia de lo sucedido en Albacete y el ciclista pudo llegar a su hotel, en una época en la que el autobús todavía no se había puesto de moda.
Induráin, como el resto de los ciclistas, se trasladó desde Andalucía a Ávila donde se celebraba la primera contrarreloj, de 46 kilómetros. Allí no había otra. Era como si estuviera escrito. Induráin pondría la Vuelta a su servicio, de líder, el primer golpe ganador, que no llegó porque Rominger ganó la etapa y Zülle se puso líder.
El amigo masajista
Vicente Iza era masajista y confidente de Miguel. Había adoptado un perfil bajo en la Vuelta porque no le gustaba mentir cuando se le preguntaba cómo estaba Induráin. La misma cara, idéntica pregunta, que durante cinco años se le formuló en el Tour, los años de gloria, denotó en Ávila preocupación. Iza no quería engañar. El silencio del auxiliar guipuzcoano sirvió como anuncio de lo que sucedería poco después.
Induráin se resfrió. Las sensaciones, esas sensaciones de las que siempre hablaba en la felicidad del Tour hasta 1995, no eran las mismas. Además, se había deteriorado hasta extremos máximos la relación del corredor con la dirección técnica del equipo, un divorcio que comenzó un año antes, cuando Induráin, en Bogotá, no pudo asumir el récord de la hora.
El 20 de septiembre mientras el pelotón ascendía por el Fito asturiano, Induráin comenzó a despedirse de los rivales; una imagen que cambió el destino de la etapa que acababa, como este martes, en los Lagos. La competición pasó a un segundo término. Sólo se estaba pendiente del momento en el que Induráin se bajaría de la bici, lo que sucedió cuando el pelotón pasó por delante del hotel El Capitán, a dos kilómetros de Cangas de Onís. Se apeó de la carrera, se fue al interior del establecimiento y se acabaron las hazañas de Induráin.
El viaje a Alicante
Por la noche cenó por última vez con los compañeros de equipo. Con el amanecer se levantó y acompañado por su médico, Sabino Padilla, se fue hacia el aeropuerto de Asturias para conectar, vía Madrid, con un vuelo que lo dejó en Alicante donde lo esperaban Marisa y el pequeño Miguel.
Los recuerdos de las primeras horas del día 21 de septiembre de 1996 sirven para revivir un viaje nocturno en coche desde Cangas a Barajas, con el descanso de tres horas en un hotel a las afueras de Burgos y desde allí al viejo aeropuerto madrileño corriendo por un pasillo porque se perdía el avión, hasta que un grito sirvió para poner un imaginario freno de mano a la carrera. “No hace falta correr, que sin mí no sale el avión”. Era Induráin, que también llegaba tarde, pero lo esperaban.
De Alicante al chalet de Induráin había unos minutos de carretera. Miguel permitió una última entrevista con fotos en el jardín de su casa, siempre con el bebé en brazos. Dejó que se le siguiera en taxi para hacer feliz al chófer, un antiguo guardia civil que, para dar mayor trama a la escena, había sido motorista del cuerpo policial en la Vuelta. “Siga a ese coche”, se le indicó. La respuesta no pudo ser mejor: “Desde que soy taxista esperaba que alguien pronunciara esa frase”.
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