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Ha querido el azar que coincida la exposición de Irma Álvarez-Laviada en el Museo de Bellas Artes de Asturias con otra en el Museo del Prado, organizada por el también artista Miguel Ángel Blanco, titulada “Reversos”, en la que se hace un original repaso de la historia oculta de las traseras de los cuadros y su utilización meramente registral, museológica o ya plenamente creativa por parte de artistas tanto antiguos como contemporáneos. Entre estos últimos se encuentran Antoni Tàpies, José María Sicilia o el brasileño Vik Muñiz, que reproduce facsimilarmente la parte de atrás de “Las Meninas” de Velázquez con todos los detalles del marco, el bastidor y el lienzo, remache a remache, travesaño a travesaño, hilo a hilo. Además, la citada exposición temporal se complementa con un itinerario abierto, en el museo madrileño, por lo más selecto de su colección de marcos, en una lectura inusual que posibilita nuevos encuadres.
A la asturiana Irma Álvarez-Laviada (Gijón, 1978), residente en Madrid, siempre le han interesado estos puntos de vista, digamos, más entreverados, que ha manejado desde el principio de su carrera, hasta el punto de que perfectamente podría haber formado parte de esa selección nacional. Licenciada en la Facultad de Bellas Artes de Pontevedra, con estudios superiores en Pintura y Escultura, en series como “Preferiría no hacerlo”, de 2011, ya acumulaba cuadros puestos del revés, en una reflexión en torno a los procesos creativos y las etapas de silencio e inactividad de los pintores, según tuvo oportunidad de mostrar en individuales como “Desaparecer es una idea” (2013) o “Apilaciones” (2014), celebradas en San Juan de Puerto Rico y Cartagena (Murcia). De la misma manera que en las tituladas “Lo necesario y lo posible” de 2015 y “Modalidades de lo visible” de 2016 dejaba los embalajes de las obras como señal del vacío experimentado por los artistas en su estudio con cada nueva exposición, según dispuso en el Centro de Cultura Antiguo Instituto de Gijón, en la galería Luis Adelantado de Valencia o en la Fundación RAC de Pontevedra.
En la actual intervención en Oviedo, titulada “Aquí no hay nada que mirar”, sigue utilizando presupuestos en esa línea: hay colgado un bastidor nuevo nunca utilizado para un cuadro enorme de Joaquín Sorolla perteneciente a la Colección Pedro Masaveu y conservado en el Museo de Bellas Artes de Asturias, “Tipos de Guipúzcoa”, o un conjunto de marcos vacíos sacados de los almacenes del museo y colocados en el mismo orden que tienen, a modo de registro visual, sin acotaciones al margen. Como a otros artistas de su generación, perfectamente integrada, no le interesa tanto emprender una crítica a la institución museística por acopiar materiales innecesariamente, como poner en cuestión su propio esfuerzo como trabajadora en precario, por si acaso vienen mal dadas. Su verdadero tema es el vacío, el ser o no ser existencial, que se traslada a su práctica artística, continuamente puesta en entredicho, sin apenas esperanza, como si lo realizado no sirviera para nada, con un descrédito y un desencanto que sólo cabría calificar como “post”.
Encajaría, sobre todo en este proyecto específico, en el postminimalismo, o en derivas más concretas como la teorizada por Robert Smithson en sus reflexiones sobre el “site” y el “nonsite”. Por ejemplo, en la rotundidad impositiva de la instalación encajada en el patio del Palacio de Velarde, “Del espacio cerrado”, que es una trasposición del almacén escondido tras el muro pivotado de la sala B. O de la titulada “Todo está contenido en esta nada”, que ocupa la sala A y es un positivo de los huecos de la estructura de ese mismo almacén. Como artista de esta tendencia negativa, Irma Álvarez-Laviada ha dejado la materialización de la idea en manos de otros, la comisaria Laura Gutiérrez y el responsable de instalaciones del Museo de Bellas Artes de Asturias, José Carlos González Zazo. El montaje se presenta en crudo, con los tableros de DM meramente pulidos, sin nota alguna de ese color que en ocasiones anteriores hacía más amable su exhibición, como concesión quizá a los antecedentes plásticos de su familia.
En consonancia con ese vacío, esa nada sartriana, la instalación sirve también para ahondar en su concepción del espacio, otra de las líneas de trabajo desarrolladas con mayor asiduidad a lo largo de su trayectoria. La artista gijonesa siempre ha tenido en cuenta las variaciones y “especies de espacios” (así tituló una exposición suya en la galería Altamira de Gijón en 2005) con las que hacer “memoria del vacío” (en la Sala Borrón de Oviedo en 2005) y preocuparse por las “desapariciones” (una serie de 2013), el blanco roto de los edificios (en su actuación en Tabacalera de Madrid en 2017) y los intersticios, es decir, “el espacio entre las cosas”, que es como tituló su exposición en la Fundación Cerezales de León en 2019, la más relevante que se había planteado hasta la fecha.
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