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De Berlín a Montserrat

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Todas las atenciones mediáticas dirigen su mirada a la final de la Eurocopa de fútbol en Berlín. Ningún duelo como el de España contra Inglaterra permite tanta creación literaria. No hay en juego dominio de mares o continentes, de riquezas que arrancar a pueblos sometidos. En juego las lágrimas de alegría o de decepción. En el escenario, algo espiritual, inmaterial, como el amor a la madre, al pueblo donde has nacido, donde jugaste de niño, donde paseaste el primer amor, donde aprendiste a compartir costumbres y tradiciones. Los individuos necesitan asideros de identidad. Los pueblos, la poesía de la épica. Eso está en juego. Todo eso envuelve una final de la Eurocopa de naciones. España es un país tan singular, que canta un himno sin letra. No puede haber más neutralidad en una composición poética. Cualquier otra letra provocaría enconados debates. Adquiere la categoría de héroe nacional un hijo de Marruecos que juega en el Barça y cuyo padre grita donde le quieran oír un ¡Viva España! Fíjense si es grande todo este envoltorio que, bien pensado, no hay argumento más demoledor para derribar la xenofobia de los españolistas irredentos o de los separatistas contumaces, que vienen a ser lo mismo. Si el chavalín le mete el gol decisivo a Inglaterra se convertirá en un Blas de Lezo y en el triunfo definitivo del mestizaje, la seña de identidad del que fuera imperio español. Todo eso encierra la final del domingo.

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