El modo en que Billie Eilish se elevó como estrella pop fue distinto desde el minuto uno, y raro sigue siendo el desarrollo de su carrera, sin que eso, por ahora, la expulse de la corriente principal y le impida anunciar giras mundiales de grandes recintos (ese doblete en el Sant Jordi para junio de 2025) antes incluso de dar al público la opción de escuchar el disco en el que se basarán los conciertos. Un tercer largo que se destapó de golpe este viernes sin ‘singles’ previos, reservando a sus fans el descubrimiento del bloque entero de canciones para evitar, según ha dicho, sacarlas de contexto.
Si el segundo álbum, ‘Happier than ever’ (2021), deslizó la duda de si Eilish, con su renovada melena rubio platino, ya no era lo suficientemente gótica ni torturada, ahora ‘Hit me hard and soft’ da una de cal y una de arena, tal como el título insinúa. Billie Eilish angustiada, manejando fuentes electrónicas turbias, y Billie Eilish en busca de la belleza melódica, el esbelto acorde acústico, la redención del amor (más suspirado que consumado). Como en aquel disco, medita en voz alta sobre su condición de celebridad sobrevenida: atención a ‘Skinny’, la pieza de apertura, acogedora y clásica, donde cavila entre arpegios de guitarra sobre su viejo yo y sobre su nueva delgadez, y se pregunta y nos pregunta con sarcasmo: “¿estoy ya actuando según mi edad?”.
Melodías y sombras
‘Hit me hard and soft’ es su disco más abierto de foco y más diverso, y eso que es el más corto, solo diez canciones. Lo remarcable es que Eilish consigue siempre sonar a ella misma, aunque llegue a combinar extremos con extraña naturalidad: la pasarela de funk minimalista y canto despeinado (‘Lunch’) y el disco-pop fantasmal (‘Chihiro’); el rasgueo de guitarra folk (‘Wildflowers’) y la perezosa cadencia filo-reggae (‘The dinner’). Señorean las líneas melódicas apetecibles y una meticulosa labor en las sombras del hermanísimo Finneas, suministrador de minuciosos sonidos y ruidos electrónicos, algunos de ellos ideados para quien escuche el disco con auriculares.
Eilish se siente fundamentalmente libre y no la abandona la inspiración tanto para desplegar tonadas muy canónicas, casi de otro tiempo (de ‘Birds of a feather’ a ‘L’amour de ma vie’), como para sonar más enrarecida y aventurada. La guinda trémula la pone la pareja de temas de cierre, ambas envueltas en telarañas: ‘Bittersuite’, con sus sintetizadores aparatosos, su nudo sonámbulo y esa declaración en la que se priva de vivir un enamoramiento, y la perla final, ‘Blue’, donde parece hablarnos de la relación imposible con otra celebridad, y que cierra el disco con majestuosidad contenida. Belleza y tiniebla, golpeando duro y suave, y un don como cancionista e intérprete sinuosa que sigue haciendo de Eilish una extraña criatura en el gran teatro del pop.